La mayoría marginada (de Cataluña)
«A la mayoría sigue tratándosela como una anomalía foránea incapaz de transigir con los derechos inventados por la tribu oprimida que, en buena parte del territorio, impone su independencia simbólica de malas maneras y sin impedimento alguno»
Hace dos años y un puñado de días, el 8 de octubre de 2017 concretamente, centenares de miles de personas se manifestaron por las calles de Barcelona. En estos tiempos convulsos de movilización incesante, el hecho podría carecer de relevancia, si no fuera porque la ciudadanía que decidió inundar el espacio público lo hizo con una particularidad nada desdeñable teniendo en cuenta las circunstancias espacio-temporales: en defensa de la legalidad y los valores democráticos emanados de la Constitución. A ello añadieron cánticos y trapos siempre de difícil digestión (“las banderas están tan llenas de sangre y de mierda que ya va siendo hora de acabar con ellas”, me repito a Flaubert desde que la razón me asiste), pero cuyo ondear desprejuiciado decía mucho de la situación del momento. Por fin, los españoles que son y así se sienten en Cataluña salieron del armario directos a la calle para autoafirmase con libertad dominguera. Fue así. Como un seco puñetazo sobre la mesa.
Pese a mi agorafobia rampante y a una suerte de vergüenza ajena que me produce toda observación de catarsis colectivas, aquella mañana me perdí entre la muchedumbre. Y lo que vi nada tenía que ver con una movilización marginal de marginados, sino más bien con un movimiento transversal de individuos a los que se les habían hinchado las narices, por decirlo en prudente. Téngase en cuenta que, a lo largo de cuarenta años redondeados, fue forjándose un ecosistema social, económico, cultural e incluso futbolístico a espaldas, o directamente sobre las espaldas, de más de la mitad de los catalanes. El periodista Arcadi Espada lo define con perspicacia en esa crónica/río imprescindible para quien quiera conocer cómo se jodió el Perú autóctono. Me refiero, claro está, a Contra Catalunya y a la estrategia del “achique de espacios”, que el nacionalismo inauguró desde el primer momento en que atornilló sus posaderas a las poltronas del poder y que consistió ruda y directamente en adueñarse del espacio público asfixiando de paso las voces discrepantes.
Cabe señalar que sin la creación de una ficción mediática, la transformación de una región aseada, mestiza, bilingüe y próspera en una nación fanatizada y antipática habría sido improbable. Algunos también apuntan a la educación pública catalana. Pero de esta última poco puedo decir: me eduqué en ella y salí de sus aulas sin más taras que las que ya traía de fábrica. En cualquier caso, TV3 ha sido una maquinaria fenomenal para moldear a los buenos nacionalistas; tanto es así que sólo la ven aquellos que, entre sálvame y sálvame, necesitan reencontrarse con las esencias patrias. Cierto es que todas las televisiones autonómicas son un festín de coros y danzas regionales con su boletines de propaganda gubernamental. Sin embargo, y estoy convencido de que no yerro en la intuición, TV3 se lleva la palma.
En sus inicios pretendía una modernidad que apuntaba más a evidenciar la ramplonería ajena que el vanguardismo propio. La aparición de TV3 coincidió con el debilitamiento de una televisión pública española que había conseguido cotas de calidad y liberalismo considerables. A Alfons Quintà, quien puso en marcha la mayor estructura mediática autonómica jamás conocida a instancias del entorno de Jordi Pujol, después de haber destapado, en las páginas de El País, el primer caso de corrupción pujolista con Banca Catalana (sorpresas te da la vida, ay Dios), se le encargó una suerte de BBC con acento catalán. Así fue como, para empezar, el castellano desapareció de los medios públicos catalanes. A partir de entonces su hábitat natural serían las calles, los libros, los cómics y el cine (nunca les ha funcionado el doblaje a los normalizadores e inmersores lingüísticos, puesto que, una vez enfrentados al mercado, han tenido siempre las de perder en taquilla).
Así pues, en las series televisivas de producción propia, sólo hablaban castellano los macarras patibularios y los catetos con cerebro de boina. El buen catalán en catalán platicaba, era del Barça y, aunque no lo dijera, en la inmaculada frente llevaba escrito que votaba a Convergència i Unió. Sin llegar a los extremos de Corea del Norte, bien puede afirmarse, no obstante, que con TV3 se afianzaba el costosísimo aparato propagandística de aquella “dictadura blanca”, tal y como definió Josep Tarradellas, en una entrevista del escritor Iván Tubau publicada en Diario 16, el primer gobierno pujolista.
Cuando se inventaron el relato del procés (una huida desesperada hacia el abismo ante el afloramiento de los casos de corrupción acumulados a lo largo de décadas y frente al cabreo ciudadano por los recortes sociales salvajes), TV3 estaba ahí para ponerle foco, maquillaje, historia, cámara y acción a la cosa. De hecho, la televisión, en gran medida, inventó el procés a través de tertulias sesgadas, programas cuya factura solvente escondía un discurso demagógico, informaciones fraudulentas y un humor de risita resabida que con frecuencia muda en rabia. Se inventó una historia inevitable que nacía de la afrenta de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut (peor que el Decreto de Nueva Planta de 1714), el cepillado guerrista y la estrafalaria campaña de recogida de firmas del PP. Aquel Estatut (una chapuza, valga recordarlo) no lo votó ni la mitad de los catalanes. O sea, más de la mitad del censo catalán decidió que la maragallada no iba con ellos: los marginales una vez más; los disidentes que, sin embargo, fueron y son mayoría. Pero aquel desastre que podía haber servido de punto final a las gansadas nacionalistas fue hábilmente reciclado en arranque narrativo del procés y todos los delirios manicomiales (por decirlo con el choteo de Ramón de España) que han venido después y que el lector, para su desgracia, conoce de sobra. Vaya solo un ejemplo alucinante: un año después del imperdonable agravio de la sentencia sobre el Estatut, de la afrenta de Madrit y de la ponzoñosa campaña del luciferino Mariano Rajoy, Artur Mas aprobaba presupuestos y se aseguraba estabilidad parlamentaria gracias a los votos ultrajantes de Alicia Sánchez-Camacho y su muchachada popular. En fin.
Pero los evangelistas bien pagados de la paliza procesista siguen con sus trece, denunciando voz en grito y rostro adoquinado que el origen de todos los males hay que buscarlo en la España jacobina, represora y torera, y nada tiene que ver con el tufo a chorizo que Mas y los suyos desprendían aún después de haberse amortajado con la bandera estrellada.
Y en esas seguimos tras un naufragio que, más allá de insatisfechos perpetuos y políticos en la cárcel, ha dejado un boquete en la sociedad catalana que costará toneladas de cemento repararlo. De momento, arden calles pese al pacifismo genético del independentismo (otra magnífica trola), mientras a la mayoría sigue tratándosela como una anomalía foránea incapaz de transigir con los derechos inventados por la tribu oprimida que, en buena parte del territorio, impone su independencia simbólica de malas maneras y sin impedimento alguno. Paisajes inhóspitos sobre feo fondo amarillo.
Yo me quitaría ahora mismo, ya que, exceptuando las multitudes que contengo, me sientan mal las identidades compartidas, pero escalando párrafos vuelvo a la crónica de Espada como corte y cierre fatídico: “La apreciable y ventajosa diferencia que encuentro entre ser español y ser catalán se resume en esto: uno puede dejar de ser español cuando quiera, pero por el momento es imposible dejar de ser catalán”.
Es imposible, ciertamente.