El Capitalismo ha muerto, nosotros lo hemos matado
«¿Acaso todos estos movimientos están vinculados? ¿Acaso –como diría Cortázar— todos los fuegos son un mismo fuego?»
Beirut, La Paz, Santiago, Barcelona, Londres, Hong Kong. En cualquier rincón del planeta hay una protesta. Cambian las pancartas, los slogans, los motivos. Pero aún así el espectador, postrado ante las llamas de los periódicos y telediarios, no puede contenerse la sospecha. ¿Acaso todos estos movimientos están vinculados? ¿Acaso –como diría Cortázar— todos los fuegos son un mismo fuego?
Investiguemos. Cosas en común: la juventud, la desesperanza y la combinación de ambas en saqueo. Consenso de que el sistema no funciona, o no suficiente. Desigualdad económica en ambientes urbanos. Alquileres caros. Metros que son caudales del fuego. Cacofonías panfletarias carentes de ideología. Calles sin rumbo envueltas en lacrimógenas. Retratos de una generación.
Hasta ahí llega la mayoría. Y sentencia: ‘es todo culpa de la desigualdad’. O, al que les incomoda dicha hipótesis: ‘es todo culpa de Joker, o del Foro de Sao Paulo, o de los rusos y los garibaldinos’. Pero ambos argumentos comparten una misma falla: asumen que los jóvenes sabemos lo que queremos.
Y entonces surgen, naturalmente, las contradicciones. Los móviles inteligentes –las picas y antorchas de estas protestas, ¿Acaso no son símbolo de la inmensa prosperidad de nuestra generación? Cualquiera de nosotros, si viajara en el tiempo al despacho de un Rockefeller o un Rothschild, ¿A cuánto le vendería su móvil? ¿Cuánta libertad hay en una tarde en Wikipedia? ¿En la oferta infinita de contenido audiovisual que la mayoría de nosotros sabe acceder gratuitamente?
El problema, claro, es relativo. Y nos dan otro argumento: No queremos dinero, lo que queremos es superación personal. Cumplir los sacramentos capitalistas: coger una hipoteca, ascender la montaña social. Volver a creer en la utopía de la casa con la verja y los dos perros. Salir de esta llanura de Sísifos desempleados.
Ojalá. Si fuera así quizás un programa de reformas bastaría. Pero si algo se entrevé entre las llamas y el saqueo es cierto grado de nihilismo. Nuestra generación es la primera plenamente capitalista y plenamente atea. Para colmo, este vacío espiritual lo maquillamos con redes sociales que, en su hastío, tienden a los instintos básicos: la envidia, la lujuria, la falsa autoestima. Aburridos, nos miramos de reojo en un desierto de espejos. Y paseamos sin creer en nada, sin creer siquiera en la sospecha de que más consumo nos hará felices.
Por eso el fuego. El capitalismo ha perdido su divinidad, y ha muerto. Por eso también la diversidad de la respuesta: independentismo, social-justicialismo, nativismo, populismo, comunismo, anarquismo – ideologías de segunda mano, tiquetes baratos a la utopía, la que sea.
¿Qué queremos, entonces, los jóvenes? Algunos, poder real para forjar un destino que desconocen. Otros, likes para retratos que ellos mismos desestiman. Otros, ya por hábito, la bendita hipoteca. Otros, que se incendie el tablero para volver a empezar. Otros, libertad: ese extraño y tramposo sinónimo del paraíso.
Medios todos, en fin, para un fin, un significado, que reemplace éste en el que ya no creemos. Pues un Dios más ha muerto; nos hemos vuelto ateos, también, del capitalismo. Y en la búsqueda de otro altar hemos regresado, mientras tanto, a los rituales primitivos del fuego.