Lecturas perfectas
«Yo he tenido la suerte de empalmar dos lecturas perfectas estos días: los ‘Diarios’ completos de Iñaki Uriarte (Pepitas de Calabaza) y ‘El idioma materno’ de Fabio Morábito (Sexto Piso)»
De vez en cuando, súbitamente, uno se reconcilia con la lectura. Este verbo es deliberado, porque aunque uno está todo el día leyendo y lo que más le gusta es leer, la ‘instalación’ en la lectura es monótona en general, agradablemente monótona: es la cotidianeidad que escogimos, pero como toda cotidianeidad está hecha de días grises. Leemos a veces a rastras, con cierta aspereza. Leemos a veces contra lo que leemos, detectando sus carencias, sin terminar de disfrutar. Por eso, cuando de pronto aparece la lectura perfecta entendemos por qué leíamos: lo ‘recordamos’. Yo he tenido la suerte de empalmar dos lecturas perfectas estos días: los ‘Diarios’ completos de Iñaki Uriarte (Pepitas de Calabaza) y ‘El idioma materno’ de Fabio Morábito (Sexto Piso).
De ambas podría decirse lo que le dije a Uriarte de sus diarios cuando salió el primero para explicarle su aceptación, que a él (coquetamente) le extrañaba: a quienes les guste la lectura no les puede no gustar. Con los dos libros reaparece el placer de leer, esa felicidad específica que solo se manifiesta con la lectura. Con los libros de Uriarte y Morábito entendemos quién es el “lector hedónico” de Borges: nosotros, cuando los leemos (a Borges también).
Con este tomo ‘Diarios’ que reúne los tres publicados anteriormente, más un epílogo de unas cincuenta páginas tan buenas como las otras, Uriarte consigue lo que deseó difusamente cuando vio ‘La tentación del fracaso’ de Julio Ramón Ribeyro: tener un tomo diarístico así, no más. Pertenece a esa envidiable estirpe de autores cuyas obras completas caben en un solo volumen, el primero de los cuales es su admirado Montaigne. Mi lectura de estos ‘Diarios’ ha empezado por las páginas nuevas del epílogo, y nada más leer las primeras frases tuve la sensación de entrar en un salón conocido, confortable, con la luz ideal, en la compañía adecuada. Las páginas de Uriarte transmiten esa serenidad que, según cuenta, algunas personas le dicen que su presencia produce. Y lo bueno es que esto sucede sin que Uriarte oculte nada: ni sus aprensiones, ni sus neurosis, ni sus momentos nulos. El secreto está en la escritura limpia, en la perspectiva, en una distancia que no es lejanía. O en cómo cada página es valiosa porque es el fruto de una destilación lenta. El misterio, que se escapa, es cómo consigue ser tan brillante sin pretender ni aparentar brillantez. Me recuerda a este aforismo de Nietzsche: “No todo lo que es oro reluce. El brillo suave es propio del metal más noble”.
Del ‘El idioma materno’ de Fabio Morábito supe por la entrevista que le hizo Manuel Sollo en su ‘Biblioteca Pública’ de RNE en 2014, cuando el libro salió. Me interesó mucho entonces, pero solo ahora, cinco años después, he tenido el impulso de leerlo. Intuía que me iba a gustar, pero no tanto. El libro lo componen ochenta y cuatro textos de página y media que tienen la virtud asombrosa de que todos son muy buenos y un buen puñado de ellos excelentes. Hacía tiempo que no veía nada así. Como Uriarte, Morábito escribe sin afectación, con una escritura comprensible que acoge –porque los celebra– los aspectos incomprensibles de la vida. El eje de los textos es la vocación literaria, la relación entre las palabras y el mundo, los enigmas del lenguaje, las enseñanzas de la tradición literaria, la magia de la vida común. Su lengua materna es el italiano pero escribe en español (su familia se mudó a México cuando él tenía quince años), y este hecho determina su percepción extraordinaria, su fecunda extrañeza.
Los dos autores, por cierto, nacieron en ciudades incomparables: Morábito en Alejandría y Uriarte en Nueva York.