Representando a Lope
Como decía Ramón Gómez de la Serna, “en España no hay descanso para los muertos, y eso de la sepultura perpetua es una de las mentiras más absurdas”
El pasado 24 de octubre se presentó en la Casa de Lope de Vega de Madrid el libro de José María Marco El verdadero amante, Lope de Vega y el amor (Ediciones insólitas, Madrid, 2019). Los que participamos en ese acto, Pedro Villoro, el Marqués de Tamarón, José María Marco y una servidora, entendíamos que más que una presentación al uso se trataba de una representación de la vida de Lope en el escenario mismo de los hechos, esto es, en su propia casa, a la que él llamaba su “casilla”, que no debía ser ni mucho menos como la vemos ahora. Esa humilde morada fue el lugar donde, ya en plena madurez, pudo explayarse completamente en las puertas adentro de un hogar. Ahí vivió los últimos veinticinco años de su vida, convivió largos años con su segunda mujer, Juana de Guardo, los hijos de ésta y los de su amante, Micaela de Luján, así como, ya consagrado sacerdote, con su último amor, Marta de Nevares y la hija que con ella tuvo. Ahí amó, padeció y gozó de esa sensación única que tiene lo que es nuestro, por muy pobre o pequeño que sea, lo que queda reflejado en la entrada de la casa con la locución latina: Parva propia magna, magna aliena parva, y que Calderón (lo señala Marco en su libro) traduce como «que propio albergue es mucho, aun siendo pequeño y mucho albergue es poco, siendo ajeno».
Ramón Gómez de la Serna publicó una biografía, titulada Lope viviente, de esas que él hacía con retazos de artículos previos, como ocurre a veces cuando se escribe, como decía Unamuno que él mismo traducía, pro pane lucrando; libro lleno de hallazgos brillantes, pero que adolece de la documentación que avale algunas de esas genialidades ramonianas y las divertidas anécdotas que refiere. Por ejemplo, cuenta que un día se encontraron en la calle Quevedo y Lope y éste se dirigió a su vecino preguntándole: “Mire, Don Francisco, estoy en un aprieto. No sé cómo desenlazar una comedia en que están en la sala una mujer y su amante mientras el marido sube ya la escalera”. “Prenda fuego a la cortina y verán como todos escapan”, le contestó Quevedo. Resulta difícil creer que Lope, el Fénix de los ingenios, no supiera resolverlo… pero, se non è vero è ben trovato!
Pues bien, en esta biografía, al hablar de la importancia del amor y de sus amoríos en la vida y la obra de Lope, Ramón sugiere que “sería empresa no imposible, pero sí de mucha paciencia, mezclar sus amores con sus estrenos” y esto es precisamente lo que ha conseguido José María Marco en su libro: restituir en toda su humanidad a Lope, el hombre (padre, amante, sacerdote), a través de lo único por lo que se puede demostrar que se ha vivido: a través de sus obras, identificando en sus comedias y en sus versos a los personajes ficticios con los personajes reales que los inspiran y convirtiendo así su vida amorosa en pública y notoria, porque “el amor no se esconde”.
Y en ese Siglo de Oro, en el que vivía Lope, junto a sus no menos destacados amigos y enemigos, el oro, señala Ramón, estaba en el talento de quienes lo protagonizaron, de forma que cuando se cruzaban por el barrio -ese barrio que ahora se llama de las letras y antes de las musas, barrio bohemio por excelencia, en el que convivían escritores, empresarios artísticos, actores y actrices, y también meretrices- esos genios no se miraban a los ojos para no deslumbrarse, pues eran vecinos; para limitarnos a los “cuatro de la fama”, diremos que, en un radio de cien metros a la redonda, además de Lope de Vega, vivían Cervantes, Quevedo y Góngora durante una época, y en la calle de Francos, ahora Cervantes, estaban pared con pared, Lope, Quevedo y Cervantes, cuya casa fue derribada, siendo Mesonero Romanos estupefacto testigo del desmán. No se llevaban demasiado bien entre sí y a Lope le reprochaban algunos, entre otros, y de manera muy virulenta, Góngora, su vulgaridad y su facilidad para decir versos. No voy a detallar aquí las pullas que intercambiaban entre ellos, porque daría para otro artículo, bastante divertido, por cierto, pero Lope tenía que decir algo al respecto sobre su “facilidad” para recoger el habla popular. Al gran poeta que es, no le duelen prendas a la hora de “rebajarse” para plasmarla con toda su crudeza, por eso escribió:
“Verdad es que yo he escrito algunas veces
Siguiendo el arte que conocen pocos;
Mas luego de salir por otra parte
veo los monstruos, de apariencias llenos,
adonde acude el vulgo y las mujeres
que este triste ejercicio canoniza,
a aquel hábito bárbaro me vuelo;
y cuando he de escribir una comedia,
encierro los preceptos con seis llaves,
saco a Terencio y Plauto de mi estudio
para que voces no me den, que suele
dar gritos la verdad en libros mudos;
Y escribo por el arte que inventaron
los que el vulgar aplauso pretendieron
porque, como los paga el vulgo, es justo
hablarle en necio para darle gusto».
Me detengo un momento para analizar este verso: “Para que voces no me den, que suele/dar gritos la verdad en libros mudos”; aquí encontramos la metáfora, tan cara a la poesía de ese siglo, de la lectura como un acto de comunicación verbal, como también la definió Quevedo en su famoso soneto escrito desde la Torre de Juan Abad, “Retirado en la paz de estos desiertos/con pocos, pero doctos libros juntos,/vivo en conversación con los difuntos,/y escucho con mis ojos a los muertos”.
La vida de Lope, que va de consuno con su obra, necesita no obstante un relato que explique tanta pasión y celos desatados (de los que no he visto una definición tan torturada del sufrimiento que producen hasta leer a Proust describiendo cómo ese “monstruo de los ojos verdes” del que hablaba Shakespeare lleva a su personaje Swann a casarse con Odette), así como tanto amor ciego y voluptuoso, unido a tan elevada y prístina religiosidad; pasión que le lleva a escribir su vida como una manera de certificar su existencia y darle un sentido. Esa vida, aunque plena, vital, fecundísima, en todos los aspectos del término, pecaminosa y al tiempo temerosa de Dios, estuvo en su primera juventud llena de percances que le apartaron de su Madrid amado (Lope es el poeta más madrileño de todos los poetas y, por ende, profundamente español), unas veces perseguido por la Justicia y desterrado por sus amoríos, o bien arrastrado por unas faldas, pero siempre vuelve a su “casilla” a lamerse las heridas y recuperarse, lo que le convierte en el Ave Fénix en todos los sentidos y con toda su carga simbólica. ¡Cuántas veces cae y cuántas veces renace!
Las mujeres de su vida, consignadas e inmortalizadas en sus comedias son, fundamentalmente, Elena Osorio (Filis), origen de su prisión y exilio, Isabel de Urbina (Belisa), su primera mujer y madre de dos hijos que mueren, y ella también de parto; Juana de Guarda, su segunda y última mujer legal, a la que mantiene en una discreta ausencia de publicidad y de la que tiene cuatro hijos: Carlos, cuya muerte hunde a Lope, Félix y Feliciana; Micaela de Luján (Lucinda), su amante en vida de su mujer, con la que tiene cinco hijos de los que viven dos: Marcela (que profesaría en el vecino convento de las Trinitarias) y Lope Félix -aventurero que moriría en Venezuela pescando perlas y al que dedicó su comedia juvenil, “El verdadero amante”, instándole a que no se metiera a poeta ni a dramaturgo. Y, por último, ya ordenado sacerdote, su última amante, Marta de Nevares (Amarilis), con la que tiene una hija, Antonia Clara, que es raptada por un desaprensivo. Nadie le ayudó en ese percance y sólo en 1934 el académico lopiano, Amezúa, encuentra al margen de un noticiario de Madrid, en la Biblioteca Nacional, una nota que dice: “Lope murió por la pena de una sobrina que le sacó Tenorio”, un favorito del rey llamado Cristóbal Tenorio…
Lope murió porque le tocaba, porque había vivido mucho e intensamente y conocido muchas desgracias: la muerte de su hijo Carlos, tras de la que se ordenó sacerdote, la muerte de sus mujeres, en particular la de Marta, que se volvió loca ,“un año la cuidé enferma, dijo, ojalá fueran mil años”, la clausura en las Trinitarias de su también adorada hija Marcela, adonde, ya sacerdote iba a decir misa sólo para que ella le oyera y se saludaran a través de la reja y, finalmente, el rapto de Antonia Clara, del que nunca pudo obtener justicia. Algunos han tachado esa vuelta a Dios de conversión pero no es el caso, pues, como bien explica Marco, Lope siempre fue un católico convencido, de una genuina y profunda religiosidad como lo demuestran el oratorio que tiene en su casa, los villancicos con los que deleitaba a sus hijos por Navidad y los que mandaba al Oratorio de Caballero de Gracia, los autos sacramentales, las Rimas sacras, en fin, los más de 600.000 versos religiosos que escribió y, con uno de esos poemas, quizás el más conocido pero también el más conmovedor, pues traduce toda su pecadora y arrepentida naturaleza humana, termino:
«¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue; Jesús mío,
que a mi puerta cubierta de rocío
pasas las noches del invierno a escuras?
¡Oh! Cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío
si de mi ingratitud el hielo frío
sacó las llagas de tus plantas puras!
¡Cuántas veces el ángel me decía!
¡Alma, asómate agora a la ventana
verás con cuanto amor llamar porfías!”
¡Y cuántas, hermosura soberana:
¡Mañana te abriremos -respondía-
para lo mismo responder mañana!».
Lope de Vega descansa en la iglesia de San Sebastián (calle de Atocha), en pleno barrio de las Musas, donde vivió. El duque de Sessa, su valedor, no pagó como había prometido su nicho y sus restos acabaron, mezclados con otros, en la huesa. Hagamos votos para que los gongorinos no se hagan fuertes en el futuro y se empeñen en buscarlas y trasladarlas Dios sabe dónde, porque, como decía el inefable Ramón Gómez de la Serna, “en España no hay descanso para los muertos, y eso de la sepultura perpetua es una de las mentiras más absurdas”.