Lana en el cañón del laurel
«Como si fuera la protagonista de un filme de David Lynch, donde la tranquilidad aparente esconde secretos terribles e inconfesables»
«Lana Del Rey anda estos días por esos mundos versionando For Free de Joni Mitchell, tema que aparecía en la obra cumbre de la legendaria cantautora canadiense, Ladies Of The Canyon. ¡Pelos de punta!». Así lo cuenta en Twitter uno de mis amigos más sibaritas, Federico Regalado. Y siento de inmediato la necesidad de explicar quién es la chica (Lana, no Joni) y lo que representa su reivindicación de ese barrio de Los Ángeles que acogió, en los años 60 y 70, a la flor y nata del folk-pop y el cine de autor californiano: Laurel Canyon.
Por si han estado ustedes de vacaciones en Marte, quizá conviene recordar que Lana del Rey es, para muchos, la estrella musical femenina más fascinante de los últimos lustros, por encima de Beyoncé, Lady Gaga, Adele, Rhianna, Katy Perry y otras divas del mainstream. Nacida Elizabeth Grant en Nueva York hace 34 años, tiene una biografía de adolescente rebelde crecida en una familia bien y educada en internados que culmina con su vocación por escribir canciones melancólicas y emitir sensuales gorgoritos, en la escuela de Tori Amos o Fiona Apple, al tiempo que cultivaba un estudiado look vintage en plan anuncio de Ralph Lauren. Lanzada a través de YouTube gracias al vídeo del tema Video Games, cuando editó su primer álbum, el prometedor Born to Die (2012), ya había sido invitada en el Saturday Night Live de la NBC y sumaba cientos de miles de followers en las redes, todos enamorados de su visión crepuscular del sueño americano.
Como si fuera la protagonista de un filme de David Lynch, donde la tranquilidad aparente esconde secretos terribles e inconfesables, en el repertorio, las portadas, las fotos promocionales y los glamourosos clips de Lana se retrata una Costa Oeste en technicolor plagada de chicas tristes y chicos malotes, enfermos de soledad, ultraviolencia, lujuria y angustia existencial. Cómo consigue nuestra protagonista extraer de tales estereotipos un puñado de canciones bellísimas forma parte de la leyenda… y de los talentosos compositores que suelen trabajar con ella, desde Dan Auberbach (The Black Keys) hasta Jack Antonoff (ex de Lorde).
¿Y Laurel Canyon qué pinta en todo esto? Pues resulta que Lana le rinde homenaje explícito en su sexto elepé, Norman Fucking Rockwell, publicado hace algunas semanas, que la prensa anglosajona ha señalado como el mejor trabajo de su carrera. Melodías contenidas, arreglos espectrales, violines, trombones, pianos y guitarras sutiles puestos al servicio de una voz aniñada y sombría, envolvente y obsesiva, que te entra por el oído y ya no se va.
Algún crítico ha sugerido que el disco entero es la revancha despechada contra un ex-novio poeta residente en el cañón. Y hasta el Los Ángeles Magazine ha difundido en su web un mapa para que los fans sigan la ruta que Lana va trazando por el barrio de marras y otros puntos de la megalópolis californiana.
Lo cierto es que los 14 cortes que integran el disco son un descarado tributo a esa época en que el show-bizz angelino tenía como epicentro este barrio norteño situado entre West Hollywood, Studio City y el Valle de San Fernando. Un enjambre de callejuelas serpenteantes y bungalows de lujo apretados entre colinas, que se antojaba entonces ideal para las necesidades del star system lampante de aquellos tiempos: lo suficientemente barato en comparación con Beverly Hills o Bel Air; lo suficientemente cercano al Sunset Strip y sus neones tentadores (Whisky A Go-Go, Roxy, Rainbow); lo suficientemente incómodo y discreto para garantizar la intimidad de unos artistas absolutamente entregados al exceso.
Aquí vinieron a establecerse, durante la década prodigiosa, figuras del rock como Frank Zappa, Jim Morrison, The Byrds, Buffalo Springfield, Love o Brian Wilson… Pero la época dorada de las largas sesiones de grabación sin dormir a base de cocaína y las fiestas con groupies que duraban varios días al borde de la piscina llegó con la resaca de Woodstock y una segunda generación de estrellas, reunidas en torno al trío Crosby, Stills y Nash, los Eagles, Fleetwood Mac y sus coetáneos, no por folkies menos extremos.
Y las crónicas de aquellas andanzas no tardaron en llegar en formato musical: John Phillips, de The Mamas & the Papas, compuso al respecto la canción Twelve-Thirty (Young Girls Are Coming to the Canyon). El británico John Mayall vino aquí tras la ruptura de The Bluesbreakers para grabar su primer disco en solitario, Blues from Laurel Canyon (1968) ¡y se quedó a vivir diez años! En cuanto a Joni Mitchell –que era entonces la novia lánguida de Graham Nash– le dedicó a aquel ambiente volcánico y endogámico todo su tercer álbum, el autobiográfico Ladies of the Canyon (1970).
Más testimonios de esos tiempos desenfrenados pueden hallarse en la obra del fotógrafo Henry Diltz –que retrató a la mayoría de las estrellas californianas en la intimidad de sus chalets prefabricados–, así como en algunos filmes dispersos, desde el Bienvenido a Los Ángeles (1976), de Alan Rudoph, hasta el Shampoo (1976) del hoy injustamente olvidado Hal Ashby, pasando por la mediocre Laurel Canyon (2003) de Lisa Chodolenko, ridículamente titulada en nuestro país La calle de las tentaciones. Por no hablar de los libros más o menos fiables sobre el tema: desde el Laurel Canyon: The Inside Story of Rock-and-Roll’s Legendary Neighborhood (2007) de Michael Walker hasta el Canyon of Dreams: The Magic and the Music of Laurel Canyon (2009) de Harvey Kubernik.
Y el cañón no deja de generar interés. Justo antes de la salida de Norman Fucking Rockwell, se presentó el pasado abril en el Dolby Vine Theater de Hollywood el documental Echo in the Canyon, dirigido por el ex directivo y productor discográfico Andrew Slater, en el que Jacok Dylan va entrevistando a leyendas como Eric Clapton, Tom Petty, Roger McGuinn, Stephen Stills, Jackson Browne o Ringo Starr. Y atención a la banda sonora, donde el hijo del penúltimo Premio Nobel se mezcla con figuras contemporáneas como Beck, Norah Jones, Cat Power o Regina Spektor par resucitar algunos clásicos pop de aquella California que alimentó sus sueños a base de ácido lisérgico y amor libre.