A las urnas contra la bilis negra
«Vox y el independentismo unilateral no son lo mismo ni quieren lo mismo, pero conducen a lo mismo: a la fractura social»
Las elecciones del próximo domingo se han convertido en un plebiscito sobre España. Más en concreto, sobre la España democrática a la que dio forma la Constitución de 1978. El consenso sobre esta España entró en crisis con los efectos de la Gran Recesión, pero lo rompió en un extremo el independentismo catalán al echarse al monte de la unilateralidad contra la mitad de su propia población y las leyes democráticas. Un viaje a ninguna parte que, ahora lo vemos, ha incluido la contemporización con algunas formas de violencia.
Es fácil ser pacífico o no violento cuando la realidad no te pone ante la tesitura de su existencia por parte de los tuyos, tanto como proclamar que se es vegetariano cuando en el menú nadie te ofrece un filete de ternera o una lubina al horno. Cuando eso ha ocurrido, la respuesta del independentismo oficial –con honrosas excepciones, como la de Gabriel Rufián o Joan Tardà– ha sido la de fingir incredulidad, contemporizar, buscar matices y, en casos concretos, justificar. La declaración de la presidenta de la ANC, Elisenda Paluzie, que dijo que las escenas de violencia tenían “aspectos positivos”, son terroríficas porque, vista la reacción comprensiva entre los suyos, cunde la sospecha de que está más generalizada de lo que nos gustaría pensar. También de lo que le gustaría pensar al independentismo genuinamente pacífico y democrático.
Siguiendo los postulados básicos de la segunda Ley de Newton (Cuando un cuerpo ejerce una fuerza sobre otro, éste ejerce sobre el primero una fuerza igual y de sentido opuesto), era esperable que, roto el consenso por un extremo, otra fuerza lo rompiera por el otro. Como así ha sido con la llegada y auge de un Vox crecido al que las encuestas pronostican la tercera plaza en las elecciones del domingo. Unos dirigentes que ahora viran desde una escisión radical, neoliberal y autoritaria del PP, a otra salviniana que busca un discurso protector y proteccionista, euroescéptico y más popular y transversal. Utilizan noticias falsas y mienten con descaro en cuanto a las cifras de criminalidad de extranjeros, su gran chivo expiatorio. Fingiendo respetarlos, hablan con desprecio de los derechos de los homosexuales o de las leyes que protegen a las mujeres contra el machismo criminal, y en todo lo que es avance en derechos sociales y civiles ven una “dictadura progre”. Por supuesto, mienten sobre el Estado de las Autonomías y quieren recentralizar la Administración.
Como los independentistas, cuestionan, en esencia, los ejes de la Constitución de 1978. Y sus delirios también tienen efectos violentos, porque la retórica xenófoba que quizá para ellos sea una herramienta electoral, es para otros munición real y aliento a pie de calle. Que se lo digan, sino, a la ciudadana que fue agredida en un autobús en Madrid por un energúmeno al grito de “¡vete a tu país!”. Misma situación que varios españoles han padecido en el Reino Unido del Brexit estos años.
Vox y el independentismo unilateral no son lo mismo ni quieren lo mismo, pero conducen a lo mismo: a la fractura social. La aparición de la ultraderecha en España es la contribución del procés al proyecto europeo, porque en la mente de Puigdemont, Torra y compañía, funciona la idea de que cuanto peor, mejor. Y salivan con la idea de que Europa vea a un Gobierno central en España compartido o condicionado por la ultraderecha de Abascal, Espinosa de los Monteros y Ortega Smith. Comparten, además, su culto a la melancolía por un pasado idealizado, ese Make Spain o Make Catalunya Great Again.
La palabra melancolía viene del griego antiguo melaina chole, literalmente “bilis negra”. A un lado y a otro nos la escupen, y la única medicina que hay es el voto. A las urnas el domingo.