Algo resulta inquietante
Nuestra crisis no responde tanto al paro como al trabajo sin recorrido, sin expectativas ni mejora
Las fracturas sociales se originan en pequeñas grietas que crecen y se agrandan hasta arruinar las democracias. A veces son consecuencia de grandes choques sistémicos, de fallas gigantes que chocan entre sí; otras, en cambio, se producen a causa de las distintas dinámicas presentes en la sociedad. La tecnología tiene, por ejemplo, algo de radical y acumulativo: ese sería el caso de la obsolescencia programada de determinados trabajos y sectores económicos. Nuestra referencia más inmediata es el crac del 29, seguido de una larga década depresiva que culminó en una guerra mundial. Se desvanecieron fortunas, cayeron aristocracias y se arruinaron familias enteras. El desempleo fue uno de sus signos inequívocos. Hoy no. No del mismo modo, desde luego. Aunque España siga su propio camino –los motivos de nuestro alto paro estructural son otros–, países centrales como Estados Unidos o Alemania se encuentran en máximos históricos de empleo, lo cual no ha evitado las turbulencias políticas ni ha acallado los temores de las clases medias. Y en parte es así porque, si la crisis del 29 se tradujo en desempleo, la del 2008 ha supuesto la generalización del empleo basura y de los salarios bajos. Y un gradual empobrecimiento colectivo. Nuestra crisis no responde tanto al paro como al trabajo sin recorrido, sin expectativas ni mejora. Tecnología y globalización son dos de los factores que explican esta deflación. Cabe suponer que no son los únicos: envejecimiento, apalancamiento, disolventes morales de las virtudes burguesas…
Una deflación, por cierto, que se une a tres claros procesos inflacionarios que socavan desde abajo los cimientos de las clases medias: vivienda –sobre todo la vivienda en las geografías de éxito-, educación y salud. Las tres –como el can Cerbero de la recuperación– afectan especialmente a las familias jóvenes, que se ven obligadas a invertir ingentes cantidades de sus recursos en unos conceptos que antes –durante el medio siglo dorado de la posguerra– formaron parte del ADN básico del bienestar. Casas y alquileres cada vez más caros; educación privatizada –aunque sea vía extraescolares o acudiendo a la concertada–, frente a las deficiencias de la pública, y sanidad privada –especialmente costosa en otros países, más que en España.
Alto endeudamiento, salarios bajos e inflación en el consumo básico y no en el IPC global, suponen el verdadero rostro de una crisis que no termina de marcharse, ni siquiera donde la economía lleva una década de expansión. “Algo va mal”, tituló Tony Judt, uno de sus últimos libros. Algo resulta inquietante, podemos decir hoy.