La nueva burguesía no sabe que es burguesa
«Admitir nuestra propia burguesía es sano, lo recomiendo. Viene con cierta dosis de vergüenza y por tanto de humildad. Lo llena a uno de curiosidad por el campo»
La burguesía es un término de múltiples significados. Si seguimos la pista etimológica, ser burgués es ser de una ciudad amurallada (del francés antiguo, burgeis) que antes fue pueblo-mercado (burgh, del fráncico) y que ahora, gracias a esta riqueza de sedimentos semánticos, podría fácilmente sugerir al urbanita bancarizado que vive en una burbuja del centro. Para los marxistas, la burguesía es la enemiga, propietaria del capital y de la tierra, de la clase obrera. Y para los escritores, la burguesía es una conjura de personajes reaccionarios, puritanos y de ideas fijas, gente que aburre la fiesta y la novela.
Puritanismo, capitalismo, clasismo y urbanismo: toda definición de burguesía tiene estos ingredientes, como toda arepa lleva harina de maíz, agua, aceite y sal, aunque las dosis varíen según la receta. En todo caso, el epíteto de burgués no espera diatribas académicas. No es un certificado de fábrica (“felicidades, cumples con los requisitos, eres burgués”) sino un dardo político de fácil uso. Un insulto que sugiere enemistad contra los pobres.
Una sentencia. Los burgueses como yo (universitarios, diestros del patinete eléctrico, conocedores de su ciudad y de todas, igual de capaces de pedir un poké en Madrid, Odense o Tokyo) lo somos de nacimiento. Con la distinción significativa de que, al ser latinoamericano, no puedo pretender ser obrero cuando no lo soy, ni haber cruzado tan gruesa ribera en la región más desigual del mundo, falto del inmenso garbo que tal travestía implica – y me veo forzado finalmente a admitirlo y admitírmelo.
Soy burgués. El pan me lo gano con los dedos, no con las manos. Soy más afín a un moscovita que a un campesino de mi país. Sé cuántos bolívares hay en un dólar, cuántos dólares hay en un yen. Me sienta mejor la siracha que el alioli. No me enorgullece, pero al menos lo reconozco.
El drama de la nueva izquierda es que no admite su propia burguesía. Jeremy Corbyn, diputado por más de 35 años por Islington, un colegio electoral en el centro de Londres, acaba de llevar al partido laborista a su peor derrota en ocho décadas, y el dagazo final lo dieron los otrora pueblos rojos y obreros del campo (“¿et tu, prole?…”).
No contentos con semerenda humillación, en los últimos días se han hecho virales videos de fanáticos corbynistas en la web despotricando contra la clase obrera: “son todos unos racistas xenófobos”. Y en una borrachera de puritanismo y corrección política, han llegado al colmo de pensar (qué cosa más burguesa) que los pobres votan mal porque no tienen educación, particularmente en ciencias como la ideología de género, la dialéctica hegeliana y el constructivismo social, tan importantes para la nueva izquierda universitaria, urbanita y foucaltiana, para no decir incluso afrancesada.
Muchos hablan del fin del eje cartesiano derecha-izquierda, sucedido supuestamente por una nueva contienda entre las urbes cosmopolitas y los campos patrióticos. La globalización, es cierto, es por naturaleza ciega en patria y en historia. La revolución es de todos y es de nadie. Y los de izquierdas son iguales en todas las ciudades del mundo, tan predecibles en su conversación como lo es una botella de San Pellegrino en cualquier tiendita de aeropuerto.
Admitir nuestra propia burguesía es sano, lo recomiendo. Viene con cierta dosis de vergüenza y por tanto de humildad. Lo llena a uno de curiosidad por el campo. De ganas de leer historias nacionales, como para compensar. Y en el proceso uno va cogiéndole encanto a lo que es de uno, va regresando a la taberna galdosiana o a la arepera exiliada en días de resaca de mucho picante o después de un largo viaje. Y llega así, desabotonado y pidiendo perdón, el burgués a su estado final, al reconocimiento de su propia miopía, y a la visión de la ciudad como ficción.
Que, en tiempos de creciente urbanización, la derecha y la izquierda ambas sean burguesas no tiene por qué ser malo. En política siempre se puede compensar. Pero para ello hay que empezar por lo básico, que es llamar las cosas por su nombre.