Loas a Extremoduro
«Años después, los gustos musicales han cambiado, pero esa voz demoníaca seguirá dentro»
Recuerdo aquellos acordes oscuros; recuerdo esas letras capaces de mezclar un verso de Machado con fornicios, heroína y éxtasis con la Odisea de Homero; recuerdo las copas medio vacías, los relojes a resguardo. Recuerdo también aquellas cintas vírgenes TDK de noventa: por una cara Extremo; por la otra, Leño. Su sonido era ya entonces un sonido lejano, como de otro tiempo. Evocarlo es recordar un calendario mucho más lento. Decía Gil de Biedma que la vida nos sujeta porque precisamente no es como la esperábamos. Este grupo era una de esas primeras cosas que, en la juventud, ya no sólo es que te sorprendan, es que sabías que te iban a sorprender con total seguridad. Lo que sus canciones hacían explotar en el viejo Sony con dos pletinas no lo esperábamos, por supuesto que no, así que supongo que de alguna manera, como dijo el poeta, nos sujetaban.
Tampoco esperábamos ahora su separación. A pesar de que llevaba tiempo sin escucharlos, y a pesar de que sus últimos discos para mí ni siquiera han existido, llegué a creer que Extremoduro era uno de esos mitos sempiternos que no se rompen, que permanecen colgados ahí, en alguna parte, aunque no estén presentes. Me pasa con otros grupos y con otros artistas en general: dejo de consumirlo, pero sé que algún día volveré a ellos. Ahora supongo que ha pasado el tiempo, que la verdad desagradable asoma y que ya no quedan mitos a los que agarrarse. Se van a marchar como vieron: haciendo ruido. Leo por ahí que las entradas para su concierto de despedida se acabaron en media hora, fugacidad merecida. Ahora que en el presente ya pocas cosas sorprenden, no porque no sean sorprendentes, sino porque hemos perdido la capacidad de dejarnos sorprender, me alegra que el éxito despida a uno de los grupos más inauditos que vi. Me agarro a la nostalgia. En ese otro lado de la vida, mucho más alegre y necesario, se empieza a quedar todo lo bueno.
Me parece que Robe Iniesta tampoco es ya el mismo Robe Iniesta. En aquella época, por las calles de Carabanchel, en cuyas entrañas tocó alguna vez cuando sólo era conocido en Hortaleza, hablaban de un tipo que se drogaba salvajemente durante medio año para desintoxicarse el otro medio; financiaba los discos a mil calas por barba antes de grabarlo, ríete tú del crowdfunding; también se decía que un integrante del viejo grupo fue detenido por emparedar a la mujer; cosas así. Ahora luce rehabilitado, rico y cortés. Mientras, yo sólo puedo darle las gracias. Me deja versos de poetas a los que después adoré escuchados por primera vez sobre el telón de su Strato, saltos desacompasados en madrugadas de fuste, un concierto en Getafe del que todavía hoy no sé si salí con vida, tres o cuatro canciones que tararearé cuando la tierra me haya tragado, y la sensación de que han formado parte de la banda sonora de mi vida. Años después, los gustos musicales han cambiado, pero esa voz demoníaca seguirá dentro, como siguen todas las cosas que un día nos mantuvieron sujetos.