El contubernio: a quién le colgamos el muerto esta vez
«Mi fe en el proyecto europeo no nace del elitismo cosmopolita. Nace del conocimiento de la historia»
En 2017 desmonté mi vida en Londres para volver a España. Lo hice con cierta precipitación, por exigencias laborales. Tanto, que hube de apañarme para hacer la mudanza en dos viajes. Entre el primero, a finales de septiembre y el segundo, a mitad del mes siguiente, medió el ya famoso 1 de octubre catalán. Y nunca olvidaré cómo cambió la percepción en Inglaterra entre una y otra fecha. Tanto que, al volver para terminar la mudanza, dos amigos ingleses que trabajaban en la City –poco sospechosos de simpatizar con el Labour de Corbyn– habían cambiado radicalmente su opinión a la vista de unas imágenes que hicieron mucho daño al prestigio exterior de España.
No fue sólo el uso inteligente de la propaganda por el independentismo. También contribuyó la indolencia de un gobierno incapaz de trasladar una contranarrativa útil y que ofreció, como último y ya casi olvidado legado, el episodio de cómica improvisación del buque con la faz de Piolín atracado en el puerto de Barcelona. Fue la última de una larga lista de torpezas, que restan crédito al supuesto complot internacional antiespañol de una Europa que, para algunos, sigue cautiva de la visión de la leyenda negra forjada en los días de gloria de los tercios de Flandes. Que no nos quieren porque nos tienen manía o envidia, en pocas palabras.
En días recientes, el pronunciamiento del Tribunal de Justicia Europeo sobre la inmunidad de los eurodiputados catalanes ha revitalizado la retórica del victimismo y el contubernio. Con el aderezo exótico de una campaña en pro del abandono por España de la Unión Europea. No es la primera, ni será la última vez, me temo, que algunos busquen un chivo expiatorio en el exterior para ocultar sus propias responsabilidades.
Esta vez hay un armazón intelectual que alimenta el delirio y nutre a la extrema derecha en su campaña del desquite contra el eje luterano-orangista-anglicano, en palabras de una autora dedicada a revisar lo que considera como la deriva de una historiografía “progre”, cuyo discurso imperante, al parecer, ha nublado nuestra razón durante siglos. Bendita sea la obra redentora que nos aparta del velo de la ignorancia, blanquea al Santo Oficio y ridiculiza a figuras de la talla de Jovellanos o Goya, a quienes uno creía con altura moral suficiente como para ser reivindicadas por todas las Españas, incluidas las que ocasionalmente hielan el corazón.
Pertenezco a esa estirpe de españoles que en algún momento de su vida han tenido que hacer las maletas para buscarse la vida en otras latitudes. Por cuestiones económicas, no por años sabáticos pagados por una familia de posibles. No pertenezco a ninguna élite ilustrada y europeísta y, como dice un amigo, si escarbo en mis ancestros no puedo acreditar cinco generaciones libres del hambre, sino una y media a lo sumo. Mi fe en el proyecto europeo no nace del elitismo cosmopolita. Nace del conocimiento de la historia; de los horrores y las miserias de guerras, que sembraron de muertos y escombros un continente capaz de producir horror en cantidades industriales.
Por eso, y porque la historia enseña que cada vez que se estimula el ardor guerrero o flamea una bandera con la Cruz de San Andrés son los más desgraciados los que pagan con su vida, soy un europeísta cabal y detesto la retórica aldeana de quienes agitan el espantajo del repliegue.
Hace un siglo, quisimos reverdecer por última vez los verdes laureles del imperio. Perdidas Cuba y Filipinas, algunos vieron en Marruecos el territorio propicio para una aventura colonial impugnatoria de la decadencia. Fue la nostalgia imperial la que empujó a algunos a emprender una estúpida campaña militar, que se entrecruza con absurdos episodios de sacralización y reinvención de un pasado glorioso. Nada lo ilustra mejor que la portada del ABC del 23 de julio de 1921. Vayan a verla en su hemeroteca.
Ese día, el rey Alfonso XIII preside el cortejo fúnebre que lleva los restos del Cid Campeador en un armón de artillería camino de su definitivo sepulcro en la catedral de Burgos. A esas horas, mientras refulgen pecheras y penachos de los coraceros reales a caballo que desfilan; mientras el boato real inunda de solemnidad la capital castellana; mientras el obispo Reig equipara en su homilía la memoria de Rodrigo Díaz de Vivar con los soldados que luchan en el Rif contra el infiel, 5.000 españoles están empezando a morir a mansalva en Annual. No tienen ni armas, ni aviones, ni instrucción, ni mandos con inteligencia y coraje que les guíen. En Burgos sí hay aviones. Están participando en la exhibición aérea que honra los huesos del héroe muerto casi mil años atrás.
Nadie nos empujó a aquel desastre. Nadie conspiró para que la incompetencia propia llevara a la muerte a 14.000 españoles en un mes. Nos bastamos solitos. Y, por cierto, ningún responsable pagó por ese desastre.
Recuperar la idea del contubernio y la conspiración antiespañola, y alimentarla con el combustible de la traición del enemigo interior -rojo, separatista o afrancesado- es el camino más cierto para que el relato exterior de España siga de fracaso en fracaso hasta la derrota final.
No sólo porque nos priva de una autoevaluación crítica, que no tiene por qué revestir el carácter de autoflagelo. Sino porque, como decía Churchill, al abrir una batalla entre el pasado y el presente, corremos el riesgo de perder el futuro.
España es y seguirá siendo un país extraordinario. Y no necesita entregarse al revisionismo exculpatorio de los errores de un presente que se nos escapa de las manos mientras reabrimos debates baldíos con el pasado. La respuesta a nuestra desgracia no descansa en la perfidia antiespañola de Europa, ni en la nostalgia por el imperio perdido. Sino en la propia torpeza de aquellos que, para ocultar el rastro de sus miserias, lo primero que hacen es buscar un enemigo -exterior a ser posible- al que colgarle el muerto.