La presidencia, el amor, las lágrimas y la guerra
«Para alguno de los votantes del PSOE, que han podido asistir con estupor a su espectáculo de trapecistas y tragasables, Sánchez ya ha señalado un camino sin retorno»
Decía Julio Cortázar que tras leer un libro o ver una película era feliz. Pero sólo hasta el momento en que un amigo, más elevado o más perspicaz que él, más pretencioso o quizá más cursi, le explicaba los errores de la trama o las carencias técnicas, obligándole a ver la historia de una manera crítica. Al final, a Cortázar, la realidad le disputaba la mirada. O le arruinaba una inoportuna cara de papanatas.
Este es el dilema: ¿a quién va a creer a mí o a sus propios ojos? Este ha sido Sánchez: “créanme a mí”, ha insistido. Y lo han creído. Y aunque pírrica, turbulenta y ruidosamente, con todas los perejiles. Desde ayer, antes de las tres, es nuestro presidente.
Su fotografía, ya recién investido, la del sonriente que saluda con desdén al doliente Pablo Casado, es, hasta y por ahora, el producto más rentable de un temperamento moldeable y oportunista. Los daños están todavía por evaluar. Pero la realidad ha avalado las trapisondas, los golpes tácticos, la búsqueda de recovecos en el Reglamento y el Congreso, según su normativa, lo ha bendecido democráticamente.
Para los que de él dependen, este hombre, de personalidad múltiple y conversa, que ayer abrazaba calurosamente a los que hace pocas semanas denostaba, todo es blando y digerible: especialmente el decoro.
Para alguno de los votantes del PSOE, que han podido asistir con estupor a su espectáculo de trapecistas y tragasables, Sánchez ya ha señalado un camino sin retorno.
Desde abril, tras las primeras elecciones generales de 2019, la dirección socialista convivía con dos posibilidades: la repetición electoral al objeto de liquidar a Podemos y reducir a los separatistas o el pacto de las lágrimas, que este fin de semana se ha concretado. Sánchez, tan excesivo y arrojado, se concedió probar la repetición, a costa de agotar al Estado para, llegado el momento, hacer un gobierno con Podemos y con los independentistas.
Una prueba de dignidad del naciente ejecutivo (Psoe/Podemos) la brindó en su intrevención la portavoz ocasional de ERC. Montserrat Bassa consideró al nuevo presidente (y por extensión a la Cámara del Congreso) cómplice y verdugo de que su hermana, Dolors, como Oriol Junqueras y otros destacados miembros del separatismo catalán estén encarcelados. Los socialistas la escuchaban pero permanecían inmutables, incluso cuando Bassa, que votó abstención, les aclaró que le importaba un comino la gobernabilidad de España. Algo es algo: al menos un comino. Después, arreció el portavoz de Bildu, Matute, quien descubrió, en una llamada a la liberación de los pueblos peninsulares, la concordia entre regiones. Y ahí se puso a gritar por la Andalucía libre, por la Cataluña autodeterminada e incluso por León. Vox insistió con retratos de los años 30, la Guerra, Negrín, Largo Caballero…. Azaña, entró y salió del hemiciclo, como si fueran otras cortes.
Arrimadas, que fue la mejor del día, tuvo que soportar como Sánchez ignoró su parlamento mientras despachaba, entre risas, con José Luis Ábalos.
De otro costal son las consecuencias y lo que muestra esta investidura de la sociedad de la que emerge el presidente de, ¡ups!, España.
Ya saben: el narcótico que desprende todo triunfo; la expectativa, el aroma favorable para el Ejecutivo que llega. Ahí viene el Poder, dicen, sabiendo que el Estado, su reglamentación, su selva de leyes, de organismos, de intenciones encubiertas, de hombres y mujeres al servicio de sus causas y todos sus manijeros viven en un viejo e histórico laberinto.