THE OBJECTIVE
Julia Escobar

El caso Simenon

«Esa experiencia me ha demostrado que la lectura electrónica y la lectura física o sensual se complementan pues cubren dos espectros muy distintos de la disponibilidad del lector hacia la lectura»

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El caso Simenon

Recientemente, y a propósito de los treinta años de la muerte de Georges Simenon, la prestigiosa Revue des deux mondes ha publicado un número especial (Simenon et la France éternelle) dedicado a este portento de las letras francesas. No es el primer caso de un belga que da cien vueltas a los escritores franceses, pero tal vez sí sea el único que haya escrito tanto y con tanta facilidad centenares de libros, creo que 450 en total.

Cada lector tiene un affaire con los autores que lee, que pueden interesarle o no, según las circunstancias. En mi caso, Simenon no era un autor con el que no me hubiera tropezado antes, a esa edad en que los adolescentes de mi época, libres de la tentación audiovisual, teníamos una relación bulímica con la lectura y lo mismo engullíamos Moisés, el egipcio, que El último mohicano o Mujercitas. En mis manos cayó una novela de la serie del comisario Maigret y me fue imposible terminarla. Estaba tan poco preparada para entenderla como para entender Ser y tiempo, de Heidegger. La impresión que saqué era la de que me había metido en un callejón sin salida y que era mejor dar marcha atrás y volver en otra ocasión más favorable.

El rechazo me duró décadas. Ya madura, leí la biografía que le dedicó Pierre Assouline. De pronto, me encontré con que ese escritor, que retrataba una sociedad enferma y angustiosa, no sólo era un personaje de mucho cuidado, sino que sus novelas habían fascinado a un nutrido grupo de personas, algunas de las cuales eran para mí otras tantas autoridades en la materia, como André Gide o François Mauriac. Algo se me había pasado por alto, pero ni aun así, mejor predispuesta hacia el escritor belga, me decidí a considerar necesaria su lectura hasta que en el verano de 2012, en circunstancias que hubieran requerido estímulos tal vez más amables (y que una vez terminado el atracón, encontré en sus antípodas gracias a la frivolidad mundana de Wodehouse, de quien hablaré en otra ocasión), decidí sumergirme en las brumas simenonianas y me quedé literalmente pegada a esas páginas de las que se desprendía todo un universo estético intensamente belga, con el aditamento de ciertas reminiscencias dostoievskianas que no lo hacían más alegre pero sí más profundo (al indagar sobre el autor, comprobé que, en efecto, la lectura de Dostoievsky fue definitiva en su vocación literaria), elementos todos ellos que yo no había encontrado en ningún otro autor de un género que, sin embargo, creía conocer tan bien.

En total, fueron veintiocho, de las más de cien novelas de Simenon dedicadas al comisario Maigret, las que consumí a razón de dos al día, empeñada en no levantar la cabeza del e-book que me regalé por mi cumpleaños. Eran además las primeras ediciones y los que volcaron esos libritos al formato electrónico tuvieron el detalle de reproducir sus cubiertas, verdaderas obras maestras del diseño editorial de la época (años 30 y 40). Una pena no tenerlas en mi poder en papel y un objetivo en mi vida: encontrarlas y comprarlas. Esa experiencia me ha demostrado que la lectura electrónica y la lectura física o sensual se complementan pues cubren dos espectros muy distintos de la disponibilidad del lector hacia la lectura. La lectura electrónica es una lectura tozuda, obsesiva, cuyos límites materiales no ves. Es una lectura virtual y plana y, si nada exterior te lo impide, terminas cuando se acaba la obra. Por el contrario, en la lectura física te recreas en el objeto libro, en su materia y su forma, lo sopesas, lo hueles. Es una lectura sensual y tridimensional, que admite y pide interrupciones. A cada cual juzgar qué le conviene o interesa más y en qué momento.

Quedé impresionada. Esa prosa tan poco trabajada, tan corrida, consigue sin embargo un efecto impactante en sus descripciones y teje una red que te atrapa por completo, como esos pintores que en pocos trazos consiguen captar los aspectos más sutiles de un rostro, de un paisaje. Comprendí perfectamente la fascinación que ese «tosco» escritor podía producir en autores tan sofisticados como André Gide y aún me costó menos entender que su literatura se convirtiera al mismo tiempo en un fenómeno de masas. En esas épocas febriles de entreguerras y de la posguerra, hasta prácticamente los años sesenta, pasaban ese tipo de cosas. Se creaban algunos mitos literarios que eran también verdaderos iconos populares: pasó en Francia con Colette, con Simenon, con el mismísimo Sartre, con Camus. No hay nada igual en la posmodernidad, nadie consigue ahora ese efecto que raya en el milagro, si exceptuamos a Houellebecq: ¡conciliar calidad y popularidad al mismo tiempo, lograr al alimón, el éxito de crítica y público! O bien en esa época el público estaba formado por una mayoría culta y generosa, o bien la mayoría del de ahora es zafia, vulgar y tan iletrada que se conforma con cualquier cosa, porque ocurre exactamente lo contrario…

Pero dejémonos de añoranzas. Esas novelas maigretianas exploran la parte más oscura de la sociedad y de la psicología y los protagonistas de sus historias son complejos, extraños, singulares. En cambio, ¡qué diferencia con el protagonista y denominador común de todas ellas!, me refiero al comisario Maigret. Situado en los antípodas de Sherlock Holmes (y, dicho sea de paso, de su creador), Maigret es un hombre sencillo, de aspecto pétreo y algo huraño pero muy tierno en sus adentros: fiel servidor del Estado, amante esposo, hombre tranquilo, conservador y buena persona, tanto que a veces -y no son pocas las novelas en que eso ocurre- el buen comisario se convierte en juez de algunas situaciones especialmente difíciles y prefiere hacer un favor a la justicia, hurtando la verdad a la Ley para proteger a los «culpables», que en realidad son las verdaderas víctimas.

Mentiría si dijera que me he limitado a esos libros. Al volver a la civilización adquirí la antología de obras de Simenon, editada por el mismísimo Assouline que el periódico Le Monde ha publicado en varios tomos ¡y aún estoy en ello!

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