¡Pobres!
«Sospecho que amamos al pobre porque destaca nuestra virtud y lo odiamos porque evoca nuestra miseria»
Sostiene un célebre apologista del optimismo, acaso el imbécil más conspicuo de nuestro tiempo, que aunque te desahucien puedes ser “mega-feliz” (sic) haciendo “cientos de cosas positivas” en el albergue público. Al ser liberados de todas esas servidumbres superfluas que en el primer mundo tomamos por esenciales -las plataformas de streaming, el agua caliente-, los pobres quedan, a su juicio, exentos de “ansiedades y fobias”. ¡Curioso es que, a pesar de las innumerables virtudes de su condición, ningún pobre quiera serlo!
Nabokov acuñó el término poshlost para aludir a lo que, siendo falso, siendo feo y siendo malo, pasa en ocasiones por verdadero, bello y bueno. “Es especialmente robusto y perverso -escribió en su extraordinario ensayo de 1959 sobre Gógol- cuando la farsa no es obvia”. Volvió a hablar de esta suerte de esnobismo ético, que por inepcia algunos toman en serio, en una entrevista concedida a The Paris Review en 1967, incluida en Opiniones contundentes (Anagrama): “filisteísmo en todos sus aspectos, imitaciones de imitaciones, falsas profundidades”. De todo ello hay a manos llenas en la más vil de las afectaciones morales: el falso interés por los menesterosos.
Hace unos días, dos youtubers lanzaban bolsas de magdalenas desde el interior de un coche a transeúntes en un barrio obrero de Valencia. Como ha señalado Alexandra Gil, resulta elocuente que el sujeto de este “safari de la vergüenza” fuese omitido, ya que los receptores de dicha dádiva no aparecían en ningún momento del vídeo. Así, nos vemos obligados a creer a las dos influencers cuando afirman que a éstos «se les ilumina la cara». ¿Será cierto el dictum de Pasolini en función del que los pobres son, en esencia, irreales?
“Filantropía telescópica” es el título de uno de los mejores capítulos de Casa desolada. En él satiriza Dickens a la hipócrita señora Jelliby, tan interesada en los niños africanos, en cuanto idea abstracta, como despreocupada por sus propios hijos, que deambulan por el pasillo sucios y desatendidos. ¿Fingen quienes, como la señora Jelliby, manifiestan su amor por los humildes? Creo que no. Diría que, precisamente, aman a los pobres por ser pobres.
El poshlost pobrista (que no es sino la banalidad del bien) se resume en lo que sigue: para que afloren las virtudes de la miseria, debe sufrirla el prójimo. Y, para que no se rompa el hechizo, es preceptivo que el objeto de nuestra piedad se mantenga a una prudente distancia. Por eso basta con una formación semipresencial para diplomarse en altruísmo.
Claro que también contamos con una modalidad intensiva a la que, a falta de mejor nombre, llamaremos “filantropía microscópica”: una inclinación tan prolija y minuciosa por las cuitas ajenas que, a pesar de su cortedad, se convalida por varios créditos de altruísmo. He visto a mochileros tan afanosos en sus repentinos arranques de solidaridad que parecían Lord Chesterfield interesándose por sus mucamas: “¡son felices con tan poco!” En Cambridge en mitad de la noche, de Jiménez Torres, la bienintencionada Jane se obliga a establecer contacto visual con los camareros de la universidad, les da siempre las gracias de manera enfática y, cuando los ve fumando fuera de la cafetería, se acerca a preguntarles cuán explotados se sienten por el sistema, exhibiendo una curiosidad digna de un etnólogo. Pero un día aciago descubre que, por alguna razón, prefieren que les deje trabajar en paz.
Es de esperar que la próxima reforma del Código Penal incorpore la aporofobia como agravante en los delitos de odio. El áporos es, en expresión de Adela Cortina, “una vergüenza que no conviene airear”. ¿Será la misma vergüenza de que participa quien, trabajando a jornada completa, no se atreve a reconocer que no llega a fin de mes? Quizá por ello se engaña diciendo que la suya es “la profesión más bonita del mundo” o tonterías de esa laya… Sea como fuere, sospecho que amamos al pobre porque destaca nuestra virtud y lo odiamos porque evoca nuestra miseria.
Sirva de coda una parábola bíblica. Vestido con unos míseros harapos, el mendigo Lázaro acude a la vivienda de un rico muy aficionado a los banquetes. Este, claro trasunto de Caifás, lo recibe con cruel indiferencia, acción que determina su destino ultraterreno. Es un cuento viejo y su mensaje, más que evidente. Ahora echen un vistazo a las fotos de sus amigos en Etiopía o a las de los influencers en el sudeste asiático. ¿No sospechan que, de producirse hoy el encuentro, el adinerado comilón habría aprovechado para hacerse un selfi con el pobre Lázaro antes de mandarlo a paseo?