El arte de la penetración bajo velo
«¿Fueron los españoles quienes trajeron aquí la crianza bajo velo y la uva trousseau, que en el noroeste peninsular se llama bastardo o merenzao?»
“Padre nuestro que estás en el Jura…”. Como si estuviera reviviendo un relato costumbrista del gran Peter Mayle, el sermón de la misa en honor a Vin Jaune estaba trufado de referencias al vino local y al velo de flor bajo el cual se cría durante al menos seis años y tres meses. Celebrada en la iglesia de Saint-Aignan de Ruffey-sur-Seille (Franco Condado), la ceremonia religiosa duró más de hora y media entre salmos y homilías, sin que faltasen las debidas intercesiones y ofrendas a favor de la cosecha 2012 que acaba de ser embotellada. Así se promociona, en el país más laico de Europa, uno de los vinos más singulares del mundo.
A Dios rezando y con el mazo dando. El mazo, en este caso, es el que emplea la cofradía del Vin Jaune para introducir en la barrica preceptiva un grifo o espicha de madera, del cual brotará el preciado néctar para regocijo de los miles de profesionales y aficionados congregados en la vigésimo tercera edición de esta fiesta popular que se organiza cada mes de febrero en un pueblo distinto de la comarca. La comarca es el Jura y el festejo atiende al nombre de La Percée du Vin Jaune, que vendría a ser, en español llano, La Penetración del Vino Amarillo.
El acto ritual se ejecuta tradicionalmente a la salida de la parroquia que toca ese año, antes de la procesión que luego recorrerá el pueblo. Esta vez, el templo del siglo XV con su agudo campanario estaba consagrado al santo obispo que hizo frente a Atila en las afueras de una villa medieval más norteña que hoy conocemos como Orleans.
El Rey de los Hunos nunca pasó por estas tierras, pero sí los tercios españoles, que defendieron con mayor o menor fortuna el Franco Condado de los numerosos ataques expansionistas franceses durante los dos siglos en que este territorio borgoñón formó parte del Imperio Español. Acaso de esa época proceda la tradición de madurar los vinos blancos de las uvas savagnin y chardonnay bajo una capa de levadura que se forma espontáneamente dentro del tonel de roble, protegiendo al vino de la oxidación y confiriéndole un regusto peculiar de crianza biológica. Exactamente como en Jerez o Montilla-Moriles, pero en pleno corazón del Viejo Continente, a dos pasos de los Alpes helvéticos.
¿Fueron los españoles quienes trajeron aquí la crianza bajo velo y la uva trousseau, que en el noroeste peninsular se llama bastardo o merenzao? Quién sabe. No hay documentos que acrediten si el citado vidueño –cual gallego– iba o venía. Ni tampoco testimonios que señalen el origen de esa fascinante cobertura de Saccharomyces oviformis o bayanus que protege de la oxidación y otorga una indudable personalidad a estos vinos. Pero la conexión es indudable, no sólo por esos dos siglos bajo la misma bandera, sino –mucho antes– por el camino de Santiago y la influencia del Císter y la Abadía de Cluny.
El caso es que nuestros nunca suficientemente ponderados vinos finos andaluces están en cierto modo emparentados con los vins sous voile y vins jaunes de estas latitudes, igual que con otros vinos admirables (y minoritarios) de diversas regiones de España, Francia, Italia e incluso Hungría. Por eso en el Jura organizan también, desde hace poco, un Simposio sobre los Vinos de Velo en colaboración con la Universidad de Borgoña y bajo el patrocinio de la Unesco, que se desarrolla la víspera del jolgorio popular, con asistencia exclusiva de eminentes profesionales del sector.
Aquí no hay desfiles con túnicas doradas a ritmo de la Marcha Radetzky, ni banquetes con autoridades, ni invitados de honor como Christian Prudhomme, el director del Tour de France, padrino de esta edición. Al contrario, en el salón de actos del Casino de Juegos de Lons Saunier se tratan, durante todo el viernes anterior a los fastos, temas tan serios como el descifrado genético del genoma de las levaduras, los vinos afinados bajo un bio-film bacteriano o el imaginario de los vinos de velo, a cargo de ponentes de reconocido prestigio en el sector y con una bodega española, la jerezana Faustino González, entre las invitadas internacionales.
Antes, claro, hemos tenido ocasión de catar (y confraternizar) abundantemente con decenas de viticultores y bodegueros venidos de todos los rincones de la esta región de 70 kilómetros de largo por 6 km de ancho, que separa el Valle de Bresse –con sus fabulosas pulardas– del macizo montañoso del Jura, donde las viñas conviven con los pastos y las vacas cuya leche da pie al universalmente famoso queso Comté. Vinos blancos y tintos (de savagnin, chardonnay, trousseau, ploussard o pinot noir), espumosos o bajo velo, de paja o mistelas, procedentes de la denominaciones Arbois, L’Étoile, Côtes du Jura o Château Chalon.
Cada uno tiene su historia y su singularidad –atención a los inimitables Château Chalon y vins jaunes embotellados en el tradicional clavelin de 62 cl–, dentro de este pequeño viñedo de apenas 1.850 hectáreas, con tierras dominadas por las margas azules (pero no sólo), cuyo origen se remonta al Imperio Romano y que ha sido alabado por Plinio el Joven, Rabelais, Boris Vian, Jacques Brel y hasta el científico Pasteur, que llegó a poseer una viña en Arbois. Cuenta mi amigo Juancho Asenjo que Felipe el Hermoso introdujo estos vinos insólitos en la corte francesa y fueron los preferidos de Enrique IV y Francisco I, hasta el punto de que los monarcas galos mandaron plantar las castas jurasianas en su castillo de Fontainebleau.
Otro camarada, de nombre Luis Vida, me explicó, antes del viaje, que la gran diferencia entre el fino y el vin jaune radica en que el segundo es un vino de añada sin encabezar y no de solera, cuyo grado está equilibrado por una acidez viva y pronunciada y un deje oxidativo de nueces. Y un tercer colega, François Chartier, señala en su imprescindible tratado Pápilas y Moléculas (Planeta Gastro) que la molécula clave de su sabor es el sotolón, “una compleja fragancia con toques de avellana, semillas tostadas de fenogreco, curry, caramelo y sirope de arce”. ¡Toma ya!
Dudo mucho que los 20.000 entusiastas que se presentaron el pasado fin de semana en Ruffey-sur-Seille para disfrutar de la Fiesta de la Percée hubieran oído hablar jamás del sotolón. Pero aguantaron la lluvia implacable con no poco estoicismo, mientras recorrían el casco urbano disfrutando de los puestos de comida y las fanfarrias musicales y haciendo cola para pujar en la subasta de viejas añadas, con 245 lotes en remate que recaudaron la nada despreciable suma de 22.045 € entre los coleccionistas presentes, o para catar la nueva cosecha en los puestos de 56 bodegas repartidas por todo el pueblo.
Aquí no hay bodegas industriales como en Jerez o Rioja, sino –salvo raras excepciones– pequeños minifundios y viñadores artesanos devotos de la agricultura ecológica y hasta biodinámica, cuando no a los vinos sin sulfuroso añadido durante el proceso de vinificación y embotellado. Dicha micro-parcelación forma parte del encanto de la zona, así como el renovado prestigio internacional que se han ganado en guías anglosajonas tipo Wine Advocate bodegas icónicas como Macle, Overnoy, Ganevat, Bornard, Tissot, Montbourgeau, Aviet, Berthet-Bondet… Y atención porque, tras sus pasos, viene una nueva generación interesantísima, cada vez más apegada a las prácticas de cultivo sostenible y los vinos de trago fácil y gusto equilibrado. Anoten nombres que ya son de culto como Labet, Renardière, Pinte, Pelican, Marnes Blanches o el Domaine des Miroirs del exótico Kenjiro Kagami…
Para una comarca que antaño vendía el 75% de su escueta producción en el mercado local, estar de moda en las enotecas y restaurantes estrellados de Londres, París, Singapur, Madrid o Nueva York no deja de ser alucinante. Ahora el reto es, como decía Jean-Jacques Boutaud en su ponencia, consolidar el atractivo de estos vinos singulares más allá de su emparejamiento aún demasiado recurrente, ¡ay!, con el queso alpino de pasta dura o el dichoso pollo en salsa cremosa de colmenillas.