Qué bien escribo… cuando no escribo
«Se habla mucho del miedo a la hoja en blanco, pero lo temible es la página escrita»
Hubo un tiempo en el que quise ser atracadora de quioscos. Me imaginaba gatunamente vestida de negro, robando los ejemplares del diario para que el escribía; o mutilando la página de mi columna con una mano, mientras con la otra apuntaba al quiosquero con un bic naranja, que escribe fino. Se habla mucho del miedo a la hoja en blanco, pero lo temible es la página escrita.
El folio inmaculado, «papel vacío que la blancura guarda» en verso de Mallarmé, es una oportunidad y tiene el brillo de un flechazo, ese momento en el que aún todo es posible: el Big Bang de la ilusión. Y es que nunca se es tan buen escritor como delante de la página en blanco, porque escribir también es soñar que se escribe. «Crea el lector que si hoy no escribo algo verdaderamente genial no es por mi culpa. Yo estaba completamente decidido a hacerlo», confesó Camba, cuya aspiración era no tener que escribir.
Un escritor es las hojas en blanco que mancilla, que manosea, que martiriza —o martiniza, si cumple con el tópico de borrachuzo—. La página virgen es confiada y se traga todas las palabras, cualquier promesa de estrellato. ¡Somos su Harvey Weinstein! Un respeto para ella, una oda incluso, algo así como un «me gustas cuando callas y estás como equidistante», por actualizar el verso nerudiano; una ley Carmen Calvo que la defienda del acoso de las naderías.
No conozco el bloqueo de escritor, me puede una tendencia a la emesis digna del señor Creosote de los Monty Python. Sufro, en cambio, el síndrome de la página escrita, consciente de que todo proceso de escritura es una derrota: creemos poder alumbrar el eccehomo de Murillo y nos topamos de bruces con el de Borja. No es un temor a que el lector te abrace como Tolstói a Chéjov para susurrarte: «No me gustan sus obras»; el lector ignora esa falla de San Andrés que se abre entre lo que se anheló escribir y lo que se redactó, y nunca podrá insultar al autor como merece. Lo peor de escribir es tener que leerse, revivir la cacería de ideas huidizas como velos de novia, de adjetivos que parecen puestos en el folio a punta de pistola —como no fumo, no hay manera de encontrar los adjetivos exactos, a la manera de Pla—. Y luego lanzarse a matar palabras, que no se sabe si van al cielo o al infierno, con el ojo encastrado en esa mira acomplejante que son las buenas lecturas. Hasta el mejor escritor es un amontonador de cadáveres.
Qué bien escribo cuando no escribo. Mis mejores páginas son, ay, las que no empiezo. Pero he de moderarme: estar sin escribir es una de las cosas que más engordan; o eso sentenció Ruano, de cuya delgadez da idea el grosor de sus diarios. Estaría bien instaurar un premio al mejor libro o artículo no escrito. No hay que escatimar alabanzas para los textos que hemos dejado de perpetrar.