Dejonos harto consuelo su memoria
«Con Gistau escocía aquel aforismo de Gracián: la muerte sigue siendo un puerto para los ancianos, pero un naufragio para los jóvenes»
La mujer de un gran amigo de mi hermano llegó la noche del viernes a casa y se encontró a su marido tirado en el suelo de la cocina. Los médicos han utilizado el cuchillo y la patata pelada pero no troceada como evidencia de que fue una muerte fulminante. No nos consuela. Menos aún a mi hermano, que tuvo que salir del congreso de odontología en Salamanca donde se encontraba y cruzar los páramos castellanos a doscientos por hora. Treinta añitos cumplía en este 2020. Imagínese el lector ese tanatorio, al que fui como acompañante, como espectador que desde las tablas ve la muerte de cerca pero no encima. Asco de finitud.
Es la tercera vez en una semana que la intuyo. Primero fue Gistau, a quien no conocí tanto como para hacerle un obituario que le limpiase las botas al que ya se marcaron con maestría sus amigos Jabois, Pérez-Reverte y tantos otros, pero sí lo suficiente como para quedarme por siempre con el par de sonrisas que me dejó clavadas en el ferlosiano café Manuela y en la caseta de Círculo de Tiza. Sobre todo esa segunda vez, en la Feria, cuando me acerqué de puntillas a venerarle convenientemente creyendo que no me reconocería, y después de jurarle amor de fan eterno confesó que tenía muchas ganas de conocerme. Probablemente mentía, pero el hecho de que un gigante hubiera leído novelas en miniatura como las mías a mí me bastó para rellenar la cuota de ego necesaria para seguir, ufanamente, adelante. «A ver si Eva monta una fiesta para autores de la editorial y nos tomamos un whisky», fue lo último que me dijo. Más tarde, cuando salió mi última novela, por ciertas ayudas que recibí de su parte supe que esa generosidad no tenía nada de impostado. Con Gistau escocía aquel aforismo de Gracián: la muerte sigue siendo un puerto para los ancianos, pero un naufragio para los jóvenes.
Después llegó el derrumbe de Sabina. Había quedado con mi amigo Ernesto, a quien llevaba dos vidas sin ver, a las puertas de La Gaditana. El pulpo a la brasa se masticaba nostálgicamente, como quien siente que ha recuperado a un amigo. Hay amistades así: van y vienen, no son ruidosas en la marcha, son estruendosas en el reencuentro. Diría que son, si no las mejores, sí las más auténticas: no dependen de la reincidencia. En el caso de la amistad que me ocupa, mucho telón de fondo lo remienda Sabina. Varamos en playas acompañados por aquella mujer que le robó, además de la cartera, el corazón; y nos fingimos inmortales con aquel verso: guantes de Rita Hayworth, calles de Nueva York. Supimos que Joaquín no era inmortal al verlo derrumbarse en la pista. Husmeamos augurios trágicos, y nos miramos poniéndonos en lo peor, que es donde se pone siempre el ser humano cuando se ofrece tanto cariño a alguien. Escribo esta columna creyendo que el traje de madera que estrenará el flaco no está todavía plantado.
El amigo de mi hermano es el último eslabón de una cadena trágica. Se marchó sin ser todavía tan tarde como para comprender que la vida iba en serio. Nosotros nos quedamos aquí, intuyendo lo que pueda pasar, recordando y sin hacerle el suficiente, si es que este adjetivo existe, caso a los que nos siguen rodeando. Si alguien a quien ame lee esta columna, dese por besado. Y, por lo demás, que todo lo que baste por decir lo diga un clásico: aunque la vida perdió, dejonos harto consuelo su memoria.