THE OBJECTIVE
Juan Manuel Bellver

Contra el aburrimiento

«La observación callada del mundo y sus gentes me parece el mejor remedio contra el spleen baudelairiano e incluso el tedio ordinario»

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Contra el aburrimiento

“¡Mamá, me aburro!”, le escuché el otro día al hijo de una vecina al coincidir en la cola de la panadería de masa madre –de repente, todas lo son– que han abierto en nuestra calle. Desde que cerraron en España los colegios, comercios y centros de ocio por prescripción sanitaria, los niños se pasan el día en casa y no hay deberes suficientes para tenerlos medianamente entretenidos o alejados de la pantalla del móvil. 

Debo de ser un bicho raro, pero yo no me he aburrido casi nunca en la vida ni he padecido lo que Isaac Asimov predijo sería uno de los males de nuestra época. Tampoco creo en Schopenhauer, Heidegger o Sartre con sus visiones cenizas de la existencia ligada al sufrimiento y el hastío. Desde que tengo uso de razón, siempre he encontrado cosas que hacer o en las que pensar. Con un hermano mayor que me saca casi seis años, cuando juegas casi siempre solo, tienes un poco el síndrome del hijo único, pero te las apañas.

Incluso en ratos tan improductivos como las esperas administrativas o los cortos trayectos urbanos, he aprendido a llenar el tiempo pensando en mis asuntos –importantes o pueriles– o contemplando la singularidad del mundo que nos rodea, tal y como hacían aquellos flâneurs decimonónicos que Charles Baudelaire, reconocido experto en aburrimiento, definió como admiradores anónimos de la gracia intermitente de los fragmentos de la vida.

Honoré de Balzac describe el acto de flâner como “gastronomía para los ojos” y Walter Benjamin considera a quienes lo practican como una mezcla de detectives amateurs y modernos espectadores urbanos. El problema, señala Victor Fournel, es cuando se confunde al sofisticado flâneur con un vulgar badaud, esto es, un mirón o papanatas. Y la situación puede tornarse francamente desagradable.

Me explico. A veces, miro un punto fijo y dejo volar libre la mente. La confusión viene cuando, en medio de esa apacible introspección, alguien se cruza en tu ángulo de mira y se siente víctima de alguna clase retorcida de acoso visual. En esos momentos, hay que poner la mayor cara de despistado posible, deseando que la señorita ofendida o el individuo malencarado hayan visto alguna de las dos versiones cinematográficas -mejor la primera de 1947 con Danny Kaye– de La vida secreta de Walter Mitty: aquel tipo insignificante que vivía las más fabulosas peripecias en sus ratos de ensoñación, cada vez más frecuentes e inoportunos.  

Así pues, la observación callada del mundo y sus gentes me parece el mejor remedio contra el spleen baudelairiano e incluso el tedio ordinario. Sobre todo en estas próximas semanas en que la pandemia nos obliga a cambiar nuestra vida habitual y renunciar a cualquier tipo de ocio en locales públicos. Pero, como las autoridades nos han prohibido incluso salir a la calle, tendremos que observarlo más desde la distancia que desde el distanciamiento.

Si, como sugería Moustaki en una canción, no nos sentimos jamás solos con nuestra propia soledad, el reencuentro con el hogar-dulce-hogar tendría de ser motivo de regocijo: tiempo suplementario para ordenar la casa, poner al día papeles, responder correspondencia, hacer planes de toda índole… y pasar más tiempo, si los hubiera, con los miembros de la unidad familiar. Estar entretenidos, dijo Pascal, es la mejor forma de no darse cuenta de que nuestra vida es finita. Y, en la situación actual –añadiría yo–, un arma contra el desamparo y el miedo. 

A solas o en compañía de los tuyos, lo más fácil es darse un atracón de series en streaming vía Neflix o HBO o, para los eruditos, descubrir las excelencias del cine de autor en Filmin. También esta cuarentena en formato mini resulta buen momento para recuperar los juegos de mesa clásicos –si aún recuerdas dónde los guardaste–, con el riesgo de descubrir lastimosamente que tu hijo o tu pareja no saben las reglas del mahjong o cómo se mueven las piezas del ajedrez.    

En clave más introspectiva, podríamos desempolvar algún libro de las estanterías. Pero no considero en absoluto pertinente retomar ese best-seller reciente que se nos había atragantado, sino aprovechar estas horas suplementarias que la amenaza de contagio nos ha regalado para atrevernos a abordar objetivos más ambiciosos: el teatro griego, el siglo de oro español, la poesía romántica inglesa, la novela realista francesa… Tengo un amigo que, durante una larga convalecencia, se leyó los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido. Y otro que, en similares circunstancias, casi logra acabarse los Episodios Nacionales de Galdós (se quedó en un libro de la quinta serie, visionariamente titulado España trágica).

¿Y por qué no sacar de su funda esa guitarra que apenas aprendimos a rasguear en nuestra juventud? Con la tecnología actual, resulta fascinante una aplicación como Chordify, que te permite tocar algunas de tus canciones favoritas leyendo los acordes mientras suena la música en el PC. 

Muchos de mis conocidos se han puesto estos días a colgar listas en Twitter sobre las actividades con que van a llenar las numerosas horas muertas que nos esperan en las próximas semanas; desde plantar hierbas aromáticas en el jardín hasta estudiar algún idioma exótico o ––¡pobres incautos!– retomar su afición por el bricolaje o el modelismo (que no consiste en simular que uno recorre el catwalk, sino en montar laboriosas maquetas). 

Si el contacto exterior –con interacción o sin ella– fuera irrenunciable para nuestro equilibrio mental, cabe compensar este aislamiento imprevisto aumentando gradualmente, como en una terapia de choque, las horas dedicadas a las redes sociales. Claro que subir la dosis de dicha actividad que ya venimos realizando diariamente no aliviará forzosamente la sensación de incomunicación y monotonía. 

Los más mayores recurrirán –porque lo ha visto en sus años mozos– al rito de asomarse a la ventana en horario vespertino a ver pasar la vida sin intervenir en ella, como las viejas comadres que describía Serrat en Pueblo blanco. También se puede echar una charla intrascendente con los vecinos, de balcón a balcón, como hacen los italianos y se practicaba antaño en las corralas mesetarias… siempre que se eviten, en beneficio de la convivencia general, los dos temas tabúes de nuestra sociedad: la política y el fútbol (que también es política a su manera). 

La otra es entretenerse (y socializar) mediante los juegos online multi-jugador, a semejanza del adolescente incombustible que tengo en casa. O, por último, organizar quedadas virtuales por vídeo conferencia, como esa mujer que ha celebrado hace poco su cumpleaños brindando con un puñado de amigos a través de Skype. Suena raro, pero en la extrañeza de la situación radica probablemente la gracia.

Ya me veo convocando a los colegas a un chat multimedia en vivo para cocinar todos juntos –es un decir– alguna receta previamente pactada de un chef de moda: ¿Colagreco? ¿Kofoed? ¿Hasegawa? Yo voto por Grébaud. Tan sólo habrá que pactar entre todos qué vino vamos a ir tomando de aperitivo mientras cumplen su función el horno o los fogones. Y así comentamos sobre los distintos matices aromáticos o sápidos, como si no hubieran cerrado por orden gubernativa nuestra taberna favorita de Asturianos. Quien no se ilusiona con alguna tontería, en estos días de inquietud generalizada, es porque no quiere…   

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