Las aves de Hannón
«A nosotros, genéticamente mediterráneos, toda la luz que necesitamos no nos cabe por las ventanas de casa»
“Un petirrojo en una jaula
enfurece a todo el cielo.”
Esto es lo que decía William Blake y mis nietos me confirman cada hora de su reclusión en mi casa en estos días de penumbras. Por lo visto los niños nórdicos son capaces de pasarse las tardes infinitas de sus interminables inviernos viviendo a media luz, pero a nosotros, genéticamente mediterráneos, toda la luz que necesitamos no nos cabe por las ventanas de casa. Así que hemos de disimular los barrotes de la jaula con imaginación claustral.
Como yo no soy -¡y Dios me libre!- de salir a cantar al balcón y lo que más me gusta de los vecinos es la discreción, intento iluminar nuestra cuarentena con historias como la del cartaginés Hannón. Hay ocasiones en que sólo las buenas historias pueden suplir con su coherencia narrativa el sentido que a la realidad le falta.
Ya se sabe: contra la falta de lógica, la verdad epidérmica de las personas queridas.
De Hannón tenemos tan pocas certezas que hasta la Antigüedad dudó de su existencia. Quizás, incluso pudo haber sido una creación de Plinio, pero los entes de imaginación adquieren realidad si sus efectos son reales como rondalla que se cuenta junto al fuego. No le negaré yo a Hannón la existencia que no le discutieron ni Mariana ni Feijoo.
Hay varias versiones de sus venturas y desventuras. Todas concuerdan en que fue muy admirado por los cartagineses. Pero unas añaden que él nunca se saciaba de su pleitesía, porque tenía el hambre de un dios, y otras puntualizan que tanta devoción despertó poderosas suspicacias entre los enemigos de los tiranos.
Cuentan las primeras versiones que compró un gran número de aves capaces de articular palabras y les enseñó en un lugar secreto a decir “Hannón es dios”, tras lo cual, las liberó para que fuesen por el aire expandiendo la noticia entre los cartagineses. Estos recibieron con la sorpresa imaginable este milagro y, sin perder tiempo comenzaron a levantarle templos. Los franciscanos Rafael y Pedro Rodríguez Mohedano, puntualizan en su asombrosa Historia literaria de España (1766) que liberó a sus apostólicas aves “creyendo que de este modo, con singular apoteosis, sería mirado como superior a la esfera del hombre; pero sus forzados panegiristas luego que salieron de la opresión, olvidaron las lecciones de su maestro e imitaron la voz de las otras aves, prevaleciendo así la naturaleza a la costumbre, y dejando burlado el artificio de su soberbia”.
Las segundas versiones aseguran que Hannón tenía tal destreza amansando a la naturaleza que fue el primero en amaestrar a un león, utilizándolo para que le llevase sus bártulos cotidianos. Se ufanaba de su arte diciendo a quien quisiera oírlo que, si había pacificado la ferocidad de un león, no había límites para su habilidad suasoria. A esto, precisamente, comenzaron a temer sus compatriotas, no fuera a ser que, acabase imponiéndose como tirano. Así que, para curarse en salud, lo condenaron al destierro perpetuo. Otros dicen que el Senado cartaginés ordenó quitarle la vida. “Es de creer”, observan Rafael y Pedro Rodríguez Mohedano, “que una república culta tuviese motivos superiores para esta resolución”.
Las dos versiones atravesaron vivas la Antigüedad. Boecio se detiene en ellas cuando en La consolación de la filosofía dedica unas líneas a la doma de leones y de aves: “Aunque los leones de Cartago coman de la mano de su domador, si prueban la sangre, revive en ellos su coraje adormecido y entre rugidos recuperan su naturaleza, rompen sus ataduras y atacan a su domador. Lo mismo los pájaros que parecen trinar felices en sus jaulas, en cuanto ven las sombras de los bosques, pisotean su comida y suspiran desconsoladamente por su libertad.”
No sé ustedes, pero yo veo aquí abundantes motivos para la reflexión, tanto política como doméstica, en estos tiempos en que la naturaleza ha invadido todos nuestros campos de cultivo y, tal como profetizara Horacio (“naturam expellas furca, tamen usque recurret”) ha dejado burlado el artificio de nuestra soberbia.