Calculadoras en las puertas del infierno
«Antes de la cuarentena éramos felices, pero pocos lo sabían»
Estos días de confinamiento me refugio en la lectura, como tantos otros ciudadanos. El primer libro que he leído es El orden del día, de Éric Vuillard publicado en Tusquets. Llegué a este libro tras escuchar a ‘culturetas’ como Sergio del Molino, Rubén Amón, Rosa Belmonte o Guillermo Altares hablar maravillas en un programa de radio que escucho como quien va a misa. Dispuesta a creer en ellos. Y no fallaron: El orden del día es un libro pequeño pero denso y hermoso que explica ya en su inicio que la verdadera virtud de la literatura tiene que ver con la posibilidad de que todo suceda al mismo tiempo sin que nada se inmute: “El tiempo de las palabras, compacto o líquido, impenetrable o espeso, denso, dilatado, granuloso, petrifica los movimientos, hechiza y aturde”.
El orden del día comienza con la reunión secreta que tuvo lugar en febrero de 1933 cuando los veinticuatro dueños de las empresas más poderosas de la industria alemana se encontraron con Hitler para donarle ingentes cantidades de dinero y apoyar el nuevo régimen. Como explica Vuillard, esas marcas que vemos cada día son mucho más que empresas, “son nuestros coches, nuestras lavadoras, nuestros artículos de limpieza, nuestras radios despertadores, el seguro de nuestra casa, la pila de nuestro reloj”. En este mismo sentido, Vuillard acierta cuando escribe que las empresas no mueren como los hombres, las empresas “son cuerpos místicos que no perecen jamás”. De manera que si la vida de las empresas es mucho más longeva que la de los hombres, ¿no habría que cuidar su imagen moral en tiempos convulsos como ese Tercer Reich que iniciaba su andadura o en este tiempo que no sabemos todavía qué es lo que va a fundar?
Leo esta novela en mi aislamiento particular y no dejo de encontrar coincidencias. También ahora las empresas -las grandes marcas- tienen una oportunidad extraordinaria para dejar de vender servicios y venderse a ellas mismas como transformadoras de un nuevo orden mundial. Naturalmente que ya nadie hoy recuerda que aquellas marcas apoyaron al régimen nazi o, si lo recuerdan, no les disuade de su compra. Pero un día todo volverá a ser razonablemente normal y volveremos a mirarnos a los ojos y esta crisis nos habrá desnudado.
Explicaba el otro día Alessandro Baricco en conversación con Jorge Carrión para el CCCB que cuando nuestros padres nos contaban cosas de la guerra, narraban sucesos mucho peores que los que ahora vemos. Todas esas cosas nacían del odio de unos hombres por otros. Pero nosotros podemos aguantar esto solo a través de la bondad y el amor hacia los demás. Quizás en algo sí hemos mejorado la humanidad.
“Y los veinticuatro sujetos presentes en el palacio del presidente del Reichtag, ese 20 de febrero, no son sino sus mandatarios, el clero de la gran industria; son los sacerdotes de Ptah. Y se mantienen allí impasibles, como veinticuatro calculadoras en las puertas del Infierno”, escribe Vuillard y al leer esas últimas palabras, mi cabeza se dirige instantáneamente a esas cifras, porcentajes, probabilidades y cálculos que realizamos estos días que todos andamos familiarizados con una curva que ansiamos que se aplane, cuando lo peor de nuestras vidas hace solo unas semanas era precisamente eso: la planicie, las cosas planas, las personas planas, la vida plana.
Yo no sé si hay una palabra para describir lo que me pasa cuando visito la web del periódico y veo esos números que me espantan. Números que pinchan, que son como balas. Yo, que siempre odié los números, ahora también les temo, porque sé que detrás hay familias que, cuando todo esto termine, se contarán y serán menos. Y estoy harta de esta calculadora en la puerta del infierno, claro, harta de tener miedo por mi familia, por mis amigos, por mí misma. Yo era muy feliz y lo sabía, por eso ahora tengo tanto miedo.