Un pueblo de intemperies
«Los españoles somos, por clima, temperamento e infraestructuras, un pueblo a la intemperie. El país con mayor densidad de bares del planeta»
“El Gobierno ha establecido el estado de alarma, rogamos mantengan la distancia de seguridad con nuestros trabajadores y con el resto de clientes”. Los altavoces del supermercado ya no informan de las ofertas en la sección de frescos. Compradores solitarios, ya todos con máscaras, se cruzan sin mirarse. Hay ansiedad por acabar y volver al confinamiento. Un enorme metacrilato instalado en las cajas protege a las trabajadoras. A la salida, patrullas policiales controlan entradas y salidas de la M-30. Desde hace días también circulan convoyes militares por la ciudad. La sensación es de absoluta irrealidad. De que todo forma parte de una colosal película. El futuro distópico que tantas veces anunció el cine y la literatura. Léase con voz cinematográfica: marzo de 2020, un virus desconocido para el que no existe cura amenaza la humanidad.
Hace tres meses, nos dicen, un hombre comió carne de murciélago en un lugar del interior de China. O de pangolín. Nadie lo sabe con seguridad. Sí sabemos que la globalización hizo el resto. Aquel gesto banal ha cambiado abruptamente el modo de vida de millones de personas.
En los próximos años conoceremos las pequeñas historias de la pandemia. Sabremos que tal o cual idea nació durante el confinamiento masivo de 2020. Gentes que aprovecharon aquellos días para escribir un best-seller o idear el negocio del futuro.
Shakespeare y Newton también sufrieron periodos de confinamiento. El primero escribió Macbeth y El Rey Lear y el segundo, aún veinteañero, revolucionó la Física. También esta vez habrá genios. Lo que está ocurriendo estos días alimentará novelas, películas y series de televisión. Historias como la del grupo de amigos que el 19 de febrero de 2020 se lanzó a un viaje por el río Colorado. Lo cuenta el New York Times. Estuvieron un mes aislados y entregados al deporte. A su vuelta el mundo había cambiado. Los guardas del parque les describieron la nueva situación. No les creyeron. Tomaron conciencia cuando estuvieron a varios kilómetros de allí y sus teléfonos recuperaron la cobertura. El planeta estaba siendo golpeado por una terrible pandemia que había obligado a un confinamiento masivo. Miles de personas estaban muriendo en todo el planeta y la economía mundial se preparaba para una crisis sin precedentes.
Seguimos sabiendo poco del COVID-19[contexto id=»460724″]: es más contagioso que la gripe común y más letal. Su mortalidad depende del huésped: a mayor edad, más riesgo. Para los octogenarios es prácticamente una sentencia de muerte. En ciudades del norte de Italia ha desaparecido toda una generación en apenas un mes. El virus está haciendo estragos en los geriátricos. También trascienden, sin embargo, casos de muertes prematuras. Jóvenes con placas de tórax que espantan a los radiólogos y que precisan de respiración asistida.
En pocos días los españoles hemos pasado de la indiferencia a la conmoción. Nuestras vidas se han visto bestialmente alteradas. Y es cierto que se producen casos de incivismo, pero son los menos. Por cada tramposo que busca eludir las normas hay diez ejemplos de compromiso civil. Iñigo Domínguez comparte con los lectores de El País el hermoso testimonio de su panadero: “Creo que es mi obligación estar aquí, que siga habiendo pan, que la gente pueda comprar un dulce, un cruasán, que no pierda algo de normalidad. Podíamos cerrar, creo que podríamos aguantar, pero no sé, creo que es nuestro deber estar aquí”.
Son muchos los ciudadanos que siguen trabajando para garantizar que, por ejemplo, no se rompa la cadena agroalimentaria. Cajeras, reponedores, limpiadoras, taxistas, farmacéuticas o transportistas. Españoles de infantería. Y por supuesto, médicos y enfermeras. Sanitarios. Los héroes de aquellos días, diremos en unos años. Porque son ellos los que están en el frente. Combaten al monstruo en esas embajadas del infierno que son ahora los hospitales.
“Es como una gripe”, se nos dijo. Aquella frase lamentable desactivó la reacción durante semanas. Mantuvo adormecidas las energías. Quedan para la hemeroteca multitud de testimonios de estrellas de la televisión despachando con displicencia la amenaza. Queda la negligencia de un Gobierno que mandó a las calles a millones de mujeres cuando ya manejaba datos alarmantes de infectados. Un Gobierno concebido para el eslogan y que unos días antes trataba de prohibir los piropos se encontraba cara a cara con el apocalipsis. Frente a la parálisis inicial de Moncloa, fueron las administraciones locales y autonómicas las que tomaron las primeras medidas. El 14 de marzo, sólo seis días después de llamar a la movilización callejera, el Gobierno anuncia el estado de alarma en todo el país. Las medidas se concretan un día después y tras un tenso Consejo de ministros de más de siete horas. Iglesias y los suyos quedan maniatados. Sanchez comparece y hace su mejor intervención pública hasta la fecha. El Gobierno se pone, por fin, al frente de la situación.
Es difícil atisbar las consecuencias de todo esto. Lo que es seguro es que el mundo cambiará para siempre. Grandes cabezas como Yuval Noah Harari, autor del superventas Sapiens, apuntan ya a un repliegue de la globalización. Y el director de la revista del famoso Instituto de Tecnología de Massachusetts -MIT-, Gideon Lichfield, advierte que no habrá vuelta a la normalidad. Ilustra así su visión distópica: “Si antes las discotecas te pedían que demostraras tu edad, en el futuro puede que te pidan que demuestres tu inmunidad: un carné de identidad o una verificación digital en tu teléfono que demuestre que te has recuperado de las últimas epidemias de virus o que te has vacunado contra ellas”. Esto en el largo plazo. A corto, el problema del mundo podría ser África. Un continente en el que el virus no encontrará diques sanitarios. Allí el COVID-19 tendría efectos infinitamente más devastadores que en el primer mundo. África podría quedar como un siniestro reservorio del virus, un continente condenado al confinamiento perpetuo.
El estado de alarma ha modificado el estilo de vida de un país que vive históricamente echado a la calle. No somos finlandeses; ellos, cuando el confinamiento llegue allí arriba, apenas notarán la diferencia. Aquí es distinto. Los españoles somos, por clima, temperamento e infraestructuras, un pueblo a la intemperie. El país con mayor densidad de bares del planeta. Aquí la palabra salir es sinónimo de divertirse. Se sale los sábados. Y los viernes. Y no es la única acepción positiva. En español salir con alguien también es estar de novios. Javier y Marta salen juntos, decimos. No ocurre lo mismo por ahí fuera. Para los anglos, salir no tiene las connotaciones alegres y festivas de aquí. Entre las acepciones de su go out ellos tienen: apagarse, extinguirse y morir.
Cuando todo acabe se conocerá el impacto psicológico que ha tenido el aislamiento masivo. Y no será menor. El hombre es un ser social, confinarlo va contra su naturaleza. Es lo que hacen los secuestradores con sus víctimas. España va a sufrir esto más que cualquiera otra nación. Además, tenemos una desventaja respecto de chinos, coreanos y otros europeos: despreciamos la autoridad. Somos individualistas e indisciplinados. Aquí cada español cree tener la clave para resolver la pandemia en un fin de semana. Y las autoridades, por supuesto, no tienen la más remota idea de lo que están haciendo. Y déjame que me pongo yo. Qué español es eso. Y qué tóxico. La queja. La queja como un rumor que no cesa. Todo mal. Aquí nada funciona. Todos conocemos a alguien así: él lo haría mejor. De sus críticas se deduce que la sociedad no les merece. Una actitud que les proporciona una agradable sensación de narcisismo moral. Y de eso también hay mucho estos días.
Pero mientras las ordenadas sociedades anglosajonas pueden caer en la parálisis -ahí andan británicos y norteamericanos, como pollo sin cabeza-, los españoles tenemos una característica que en circunstancias como las actuales se torna virtud: la improvisación. Somos flexibles y creativos a la hora de abordar problemas inesperados. A las 24 horas ya habíamos creado redes de voluntarios que sirven la compra a ancianos aislados; empresas que en una semana habían modificado su modelo productivo para fabricar geles de alcohol o instrumental médico; compañías de restauración que cocinan para miles de niños, hoteles que se convierten en hospitales, médicos que doblan turnos, psicólogos que hacen terapia online gratuita, legionarios cargando la compra a una anciana, señoras tejiendo mascarillas y policías que bailan canciones infantiles para los niños confinados.
España también es eso. De hecho, España es sobre todo eso.