THE OBJECTIVE
Beatriz Manjón

Días repetidos

«La felicidad es eso que pasa mientras crees que no eres feliz».

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Días repetidos

Siete y media de la mañana. Suena el despertador. Si yo estoy en estado de alarma[contexto id=»460724″], mi móvil no va a ser menos.

Derramo mi inconsciencia en algún tuit. El decreto no nos aísla, ay, de nuestra vanidad. En las redes hay que entrar despacio y salir rápidamente, como de los cumpleaños. Aunque el confinamiento las ha hecho más verosímiles: ya nadie tiene que aparentar que goza de un ocio que no se puede permitir o que no sabe disfrutar. Compartir lo que se vive no siempre es vivir lo que se comparte.

Leo, leo y leo. Es el mejor «test, test, test» contra la tentación de escribir. Lo más peligroso de mi encierro es que me puede dar por perpetrar otro libro. Por si acaso, como dicen que la literatura puede salvarnos, guardo mis dos novelas sin publicar junto al papel higiénico.

Echo de menos un carril para montar en cólera. Y una casa más grande.

«¿Para qué quiere una casa tan grande? —preguntó Ortega y Gasset a Baroja en su casona navarra—, ¿para pasear por el salón?». «¿Y le parece poco?».

La quietud invita a creerse Jane Fonda. Estoy a veinte sentadillas de poder actuar en la Super Bowl. Si seguimos con metáforas bélicas, justo es homenajear también la retaguardia.

Mi madre me llama mientras hace sopa. Le propongo una fideollamada. La sobremesa familiar es mi patria. Mi bandera, el mantel de las Navidades. No necesitaba este exilio para desear volver, pero nada acerca más que tener que alejarse.

La terraza exhibe su rococó de geranios. Jaleamos las flores nuevas como si fueran partos familiares. Aflora también la duda de Ramón Gaya: «Tanta guerra en nosotros, / mientras tú reverdeces. / Yo no sé si consuelas, / hermosura, o nos dueles”.

Miro el mar. Es una foto de unas vacaciones en Sicilia, un mar igualmente aislado en su marco. Hago turismo por el pasado con el palito selfi del índice. Luego le pido a mi marido, que no es peluquero, que me corte el pelo, pues sienta mejor discutir con razón.

A las ocho de la tarde voy a la caza del balcón maltés, hecho «del material con que se forjan los sueños». Pero en mi urbanización los balcones están vacíos, como en un cuadro de Hopper. Hasta en esto siente una que no puede ayudar, aunque, en la fatiga de los días repetidos —escribe Gabriel Celaya—, «toda alegría / supone algo de heroísmo».

El telediario escupe la palabra responsabilidad casi tanto como curva. «Nunca han sido los poderes tan irresponsables como desde que tanto se habla de responsabilidad», sentenció Pemán en 1933. Nos pierde el pico. En el recuento de fallecidos aborrezco la coletilla sedante «con patologías previas»; ni que al rebajar la salud disminuyera el dolor. En la tele salen cabras corriendo por calles desiertas. Si puede, la cabra tira al pueblo y no al monte. A veces el hogar no está donde se duerme.

La cuarentena anticipa nuestra vejez: un encierro con gatos o con perros; o de perros y gatos. Gateo tratando de descubrir, como mis felinos, en cada cuarto un país distinto. Les lanzo mi madeja de tiempo. La felicidad, dice Pasamonte, «son momentos de despiste». La felicidad es eso que pasa mientras crees que no eres feliz.

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