MyTO

Si puede ser

«Aute cantaba ‘Una de dos’ con esa voz en apariencia delicuescente pero que escondía un higiénico sentido del humor»

Opinión
  • Badalona, 1976. Licenciado en Periodismo y Filología Hispánica. Ha trabajado en radio, medios escritos y agencias de comunicación. Ejerció la crítica cinematográfica en la revista especializada Dirigido Por durante más de una década y ha participado en varios volúmenes colectivos sobre cine. Ha publicado en El Mundo, La Vanguardia, Letras Libres, Revista de Libros, Factual, entre otros medios. Es autor de los libros Amores cinéfagos (Jot Down Books, 2023) y Viajando con ciutadans (Editorial Tentadero 2007/Editorial Triacastela 2015).

Como para muchos, Luis Eduardo Aute se asocia a aquel Seat 131 familiar que, en mañanas de domingo, abandonaba el caliginoso asfalto barcelonés rumbo a recónditas y miccionadas pinedas gerundenses. En los ochenta del pasado siglo, la Transición tomaba visos de normalidad democrática, sobre todo después del tejerazo frustrado, y el pueblo empezaba a cogerle gusto a la relajación de las costumbres y al hedonismo rampante. Así los cantautores pudieron también relajarse un poco y, descartada la revolución, cantarle a concreciones menos violentas y más divertidas. Triunfaba entonces en Radio 80 (todavía recuerdo la sintonía) una canción a tres bandas cuyo significado desentrañé unos cuantos años más tarde, pero que me cautivaba quizás por la intuición prematura de que la letra tenía su miga y se alejaba de los manidos cauces de las historias de amor convencionales. Aute cantaba “Una de dos” con esa voz en apariencia delicuescente pero que escondía un higiénico sentido del humor; una pátina de melancolía en la entonación que no iba más allá de una cierta manera de ser reposada o una tendencia a la introspección sin lúgubres tremendismos ni arrebatos trágicos. Se le notaba también que sabía disfrutar de la mar sonámbula, las mujeres atractivas, el whisky ardiente y el cigarrillo perjudicial.

Reconozco que tras aquellos encuentros fortuitos en las escapadas familiares de mi infancia, le perdí la pista. Algunas canciones suyas era imposible desconocerlas porque forman parte de la educación sentimental de cualquier español que se mantenga en pie y tenga un mínimo de pasado a sus espaldas: “Las cuatro y diez”, “Cine, cine”, “La belleza”, “Slowly”, “Sin tu latido”, “Mira que eres canalla”… En cualquier caso, cuando me topaba con alguna entrevista suya en los medios tenía la sensación de estar ante un tipo lúcido, reflexivo, honesto, libre sin petulancias, que paladeaba las palabras y evitaba incluso en la peor de las situaciones televisivas caer en el ridículo. Además era un hombre que hacía lo que le daba la real gana sin alardes ni gritos (vivimos en un país de figurones que se piensan que hablando a gritos sus majaderías resultan menos patéticas): componía, pintaba (dibujaba bien, otra rara virtud que me parece admirable entre tanto pintamonas abstracto), escribía versos sin cuentas y lo que él llamaba “poemigas” (especie de greguerías o tuits ocurrentes y analógicos) y dirigió algunos cortometrajes tomándose al menos la molestia de mirar antes las películas necesarias.

Cierto que en España nos morimos muy bien. “Si queréis los mejores elogios, moríos”, dejó como epitafio un arruinado, ninguneado y moribundo Jardiel Poncela. Pero esa, en fin, es otra historia que deberán resolver los necrólogos de habitación verde. Yo sólo pasaba por aquí y no pude resistir contarles el recuerdo con banda sonora de un Seat 131 familiar abandonando una ciudad de lejanías.