Morir en democracia
«La gran transformación que tanto se desea tendría lugar si este encuentro repentino con la muerte nos volviera menos soberbios»
La Rochefoucauld dijo que solo hay dos cosas que no se pueden mirar cara a cara: el sol y la muerte. A finales de enero pasado se presentó la proposición de ley orgánica en las Cortes para regular la eutanasia. En aquellas fechas unos decían que estábamos ante el final de un proceso de desencantamiento de la muerte que comenzó cuando en 1963 la Iglesia aceptó las incineraciones. Otros, en la línea de la autenticidad vital apuntada por Heidegger, proclamaban que la eutanasia era la culminación de un modelo de muerte sin sufrimiento donde el yo tomaba el mando de los acontecimientos vitales. Dos meses después descubrimos, abatidos por el principio realidad, qué es el triaje: método de selección y clasificación de pacientes empleado en la medicina de emergencias y desastres.
Estos días se dice que estamos en guerra contra el virus. Edgar Morin señala que las sociedades que se enfrentan a un evento bélico se endurecen y se acorazan, provocando una suspensión general de la conciencia de muerte. El soldado pertenece al Estado y la categoría de héroe se banaliza. La muerte llega en el campo de batalla sin sacerdotes y sin sepultura: recordemos que con Antígona aprendimos que ninguna civilización puede suspender el derecho a tener un funeral.
En democracia la ciudad política y el individuo firman un pacto: el ciudadano puede extraer de la participación una fuerza capaz de dominar a la propia muerte, produciéndose un mutuo intercambio de satisfacciones. Aquél que muere haciendo un servicio a la comunidad se individualiza en la memoria del colectivo, viviendo en las generaciones futuras. Por eso allí donde el patriotismo encuentra cierta virtud, como en ocasiones ocurre en Francia, pueden tener lugar los fastuosos y sentidos funerales de Estado. El resto nos tenemos que conformar con los herrumbrosos cementerios civiles sobre los que tan bien escribiera el recientemente desaparecido Jiménez Lozano.
A los héroes anónimos -sanitarios, policías, soldados, trabajadores- que se juegan la vida esquivando al coronavirus[contexto id=»460724″], dedicamos todos los días unos minutos de aplausos a las ocho de la tarde. España es una democracia imperfecta y de balcón. Pero con la persistencia de la libertad, que prescribe la vida del hombre de acuerdo a la ley universal, el traumatismo queda en parte dominado porque la desaparición de los que cuidan de nosotros funda otras individualidades futuras. La amistad, la fraternidad, el ardor en el trabajo, el calor social y el propio impulso de la vida cívica nos alejan del miedo durante la tragedia.
Es un buen momento para redescubrirnos como país y como sociedad. No espero que cuando todo pase, que pasará, cambien demasiadas cosas. Tampoco creo en las conjeturas milenaristas que los profetas de las diversas religiones políticas andan anunciando. Por el contrario, la gran transformación que tanto se desea tendría lugar si este encuentro repentino con la muerte nos volviera menos soberbios.