Los otros filántropos
«En esta pandemia de ruido, un filántropo pasa injustamente desapercibido»
Se habla mucho de las lecciones del encierro, pero poco de sus lesiones. Yo, por ejemplo, tengo esguince de pasillo. Meses fantaseando con dar un giro a mi vida, y ya llevo más de doce mil entre un extremo y otro de la casa. Hay padres, acostumbrados a hablar con sus hijos diez minutos al día, con las cuerdas vocales como nudos marineros. Pero la lesión más extendida es la opinionitis, una inflamación de pareceres a causa de este triatlón de tiempo, tedio y frustración que es la cuarentena.
Decía Pla que es mucho más difícil describir que opinar, por eso todo el mundo opina. Con la capacidad para el disfraz de Mortadelo —virólogo de mañana, enterrador al mediodía, economista de tarde y por la noche futurólogo—, se exhiben en las redes opiniones tan firmes que no puede una más que sentir envidia, pues, a determinada edad, tener algo firme no es baladí. Aunque en estos días biliares, más que opinar, se propina. Se impele a tomar partido, como si la vida fuera aquel programa de Moros y cristianos; y algunos toman partido tan al pie de la letra que, en lugar de una opinión, dan un voto.
Hay quien cree que existe una azotea moral desde la que se distinguen las opiniones correctas de las incorrectas; el vértigo me impide comprobarlo. Pero no hay atalaya que nos aúpe por encima de este drama. Cuentan que, en La Habana, Juan Ramón Jiménez le preguntó a un famoso hispanófilo alemán qué opinaba del bombardeo de Guernica.
—Que usted y yo estamos por encima del horror.
—Yo no; yo estoy por debajo.
En esta pandemia de ruido, un filántropo pasa injustamente desapercibido: el hombre silencioso. Ese espécimen que no hace de su hogar un plató de Bricomanía ni confunde la cuarentena con una cuarentuna. Individuos que no necesitan apostarse tras las ventanas o las pantallas, con la escopeta del índice cargada, para demostrar no solo lo responsables que son, sino lo irresponsables que son los demás; ciudadanos que no se tiran los ataúdes a la cabeza ni parecen salivar con las negligencias, que saben que los muertos no necesitan hinchadas, sino respeto. “Para juzgar la verdadera opinión en cualquier país —escribió en ABC Jacinto Benavente—, no hay que atender tanto a los que gritan, que siempre parecen más por el griterío, como a los que callan y son en la reserva de su silencio como la reserva de un ejército combatiente, la que en el momento oportuno ha de decidir la victoria: esto es, cuando las ideas determinan conductas”. Cómo se agradecería también un Gobierno que no tratara de sepultar sus errores bajo paladas de hueca verborrea y autocomplacencia.
Ha tuiteado Luis Pousa, aludiendo al discurso de Patton: “Cuando nos pregunten qué hicimos en la primavera de 2020, cada uno tendrá que responder si se dedicó a recoger estiércol o hizo algo útil”. No es fácil estar a la altura de las circunstancias, pero sería deseable no estar a la bajura. Aproximarse a la tragedia con pasos de nieve, como los animales que curiosean las calles vacías. Quizá ellos sean otros filántropos, que acuden para despedir a los muertos que nosotros no podemos velar.