El lugar del dolor
«Tras años de infantilización sufrimos las consecuencias de lo que Johnathan Haidt llama «las mentes mimadas»».
16.000 muertos. 16.000 ausencias. 16.000 familias rotas. Ahorrémonos las vacuas palabras de ánimo; no desviemos la mirada del dolor. Empecemos por aceptar que lo peor de la tragedia[contexto id=»460724″] no ha pasado, ni pasará nunca. Lo que define lo peor es que es irremediable: ya no puede no haber pasado. 16.000 personas han quedado atrás y no van a volver, aunque la dichosa curva se aplane. Recuerdo aquél cuento de Borges en el que la protagonista conoce la muerte de su padre, y tras los temblores iniciales y el deseo de pasar página descubre lo inútil de su voluntad. Porque «la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin». La tragedia está fuera del tiempo, y no hay que superarla sino aceptar que a partir de ahora es parte de nosotros. Los poderes públicos tienen por delante la difícil tarea de gestionar el dolor de una población herida. Y no hay signos que indiquen que estén preparados para ello.
Hace unos días, el diario EL MUNDO publicó en portada una fotografía de Fernando Lázaro que mostraba ataúdes alienados en la morgue del Palacio de Hielo. En las páginas interiores un texto profundo y preciso de Rafa Latorre glosaba la imagen. Como saben, hay quien ha decidido retirar la mirada de la foto, e incluso reprochar al medio una morbosa necrofilia. Uno de los males de la infantilización de la sociedad ha sido el permanente recurso al eufemismo afectado y la fórmula cursi para rehuir el roce áspero de la realidad. Y tras años de infantilización sufrimos las consecuencias de lo que Johnathan Haidt llama «las mentes mimadas».
No sorprende que entre quienes mostraron su desagrado ante la famosa portada estuvieran algunos defensores de Diarios de la cuarentena, la sitcom de TVE que narra con humor la experiencia del confinamiento. Si me permiten, el problema no es que no haya transcurrido suficiente tiempo para bromear con la tragedia; el problema es que la serie ignora la tragedia. Y la sociedad necesita concienciarse, no distraerse de la realidad de la muerte. Quizá sea, como especulaba Rebeca Argudo, un intento de relativizarla a través del humor… Nunca lo sabremos; lo que sí sabemos es que un mismo Estado combate la pandemia y comisaría una serie de humor sobre ella. Pero lo más inquietante es que la serie alimenta el narcisismo colectivo, extendiendo la idea de que los mártires de la pandemia no son los enfermos ni los muertos, sino los confinados. Como si las víctimas de un accidente de tráfico no fueran los heridos, sino quienes retrasan su llegada por el atasco que ha provocado.
El Gobierno debería tratar a los ciudadanos como adultos: contribuir a que sociedad civil se enfrente con madurez a esta desdicha y acompañar en su dolor a los familiares en el trance agónico de la pérdida. A veces parece que se ha instalado en el subconsciente gubernamental que reconocer la tragedia supone reconocer un error. Pero cómo podrá gestionar el dolor un gobierno que rehúye la realidad. Decía Latorre en su artículo que en una pandemia es imposible la victoria. Así es. Necesitamos un gobierno capaz de aceptar la derrota.