La era poscientífica
«No asistimos a la entronización de la ciencia, sino a su sacrificio ritual en el altar del electoralismo»
El problema de los bulos es que su inoculación en el sistema informativo lo degrada por completo y nos aboca a una relatividad sin Einstein. Si tal noticia se demostró falsa, tal vez esta otra también lo sea. ¿Cómo distinguir la verdad y la mentira si ambas se publicitan con idéntica alharaca de rigor periodístico o institucional? ¿Y qué valor pueden tener la verdad y la mentira en un mundo que parece haber superado la genealogía moral?
La era de la posverdad es, necesariamente, una era poscientífica. No es que la ciencia haya dejado de ser un paradigma de prestigio, claro. Tampoco nadie reivindica la falsedad frente a la certeza o el mal frente al bien. Pero sin una pared que las contenga en compartimentos rotulados y estancos, mentiras y verdades se confundirán en un caldo de credibilidad rebajada y difícil digestión.
La crisis sanitaria desencadenada por el Covid-19[contexto id=»460724″] ha irrumpido como un hachazo invisible y homicida, también contra la ciencia. A primera vista puede resultar contraintuitivo: al cabo, nunca antes se invocó tanto a los científicos como en las últimas semanas. Es un furor alimentado por la avidez de respuestas, pero de igual modo por otras urgencias menos ennoblecedoras.
Estos días, desde las instituciones y sus arrabales mediáticos, se trafica con mercancía ideológica averiada hecha pasar por ensayo de triple ciego. Es un esfuerzo belicoso más en la guerra cultural, que no da tregua ni cuando la realidad impacta como un meteorito en el Yucatán de esta posmodernidad de antagonismos gaseosos y hegemonías huecas.
Al tiempo, un temblor de piernas se ha apoderado de nosotros ante la visión de una morgue llena de féretros en la portada de un diario. Hemos pasado tanto tiempo inventando amenazas de plexiglás que la contemplación de esas cajas cerradas se nos hace insoportable. Será porque la madera maciza es la sustancia de la que está hecho el mundo material, que creíamos haber enterrado, sin ataúd, a mayor gloria de un nuevo mundo performativo.
A veces, los trances colectivos más amargos alumbran grandes liderazgos políticos. Otras veces, no. Estos días, el Gobierno ha corrido a esconderse tras las batas de los científicos. Acciones y omisiones políticas se han despachado como prescripciones médicas. Pero no asistimos a la entronización de la ciencia, sino a su sacrificio ritual en el altar del electoralismo.
El mensaje es claro como una noche de verano y estruendoso, también, como una tormenta de verano: si las cosas van mal, la ciencia es culpable. Desde Moncloa se ha impuesto un relato de las últimas semanas según el cual España se encuentra bajo los auspicios de un comité de tecnócratas. Como en los años 60, pero sin desarrollismo, sin Opus Dei y sin Franco, que estará de baja hasta que amaine el golpe de realidad.
Mientras tanto, España se aplaude en los balcones con la cara húmeda y una camaradería que solo se forja en las trincheras. La capital, zona cero de la peste, ha hecho himno, desde Las Ventas hasta Chamartín, esa misantropía extraordinaria y tierna de Sabina. Las niñas ya no quieren ser princesas. Sánchez ya no quiere presidir. Denme políticos más grandes. Pongamos que hablo de Madrid.