THE OBJECTIVE
Anna Grau

¿Qué gobierno nos merecemos los españoles?

«Además de muchos virus flota en el aire mucho odio, odio de verdad, odio de ese que hace fantasear con la idea de quedarse tuerto si nos garantizan que el enemigo puede acabar ciego»

Opinión
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¿Qué gobierno nos merecemos los españoles?

¿De verdad los españoles nos merecemos un gobierno que no nos mienta? ¿De verdad nos lo hemos merecido alguna vez?

11 de marzo de 2004: España despierta conmocionada por las explosiones de Atocha. Unas explosiones que a las 8 de la mañana y en caliente, cualquier hijo de vecino habría firmado sin darle muchas vueltas que podían ser cosa de ETA.

No hacía ni dos meses que Josep-Lluís Carod-Rovira, a la sazón líder de ERC y conseller en cap de la Generalitat presidida por el socialista Pasqual Maragall, había aprovechado una ausencia de este para largarse en coche oficial a Perpignan y reunirse con la cúpula etarra de la época sin encomendarse a Dios, al diablo, al CNI o a su propio partido. Para rematar la faena, pidió a la banda terrorista que dejase de atentar sólo en Cataluña. En el resto de España, él ya no se metía…

Estando así las cosas, si de verdad a ETA se le hubiera ocurrido asesinar a 200 personas en el corazón de Madrid tres días antes de las elecciones generales, el impacto político habría podido ser tremendo…en manos de un gobernante irresponsable, claro está.

Suerte que en España no hay, nunca ha habido de eso. Como de todos es bien sabido, al presidente saliente le faltó tiempo para aparcar el interés partidista y los reproches, para llamar a la unidad y para convocar en la Moncloa una célula de crisis donde junto con el candidato elegido a dedo por él mismo para sucederle se alineaban el aspirante de la oposición y todos los representantes de las demás fuerzas políticas, nacionalistas incluidos. Hasta Carod-Rovira estaba ahí, dándose golpes de pecho y afeando a ETA su mala acción. Tanto es así que, a medida que avanzaban el día y la investigación, y poco a poco iba emergiendo la certidumbre de que en realidad el atentado era de una ralea y una naturaleza muy distintas a las inicialmente concebidas, bueno, pues dentro de la desgracia y de la gran tragedia, tuvimos la suerte de tener unos gobernantes como no nos los merecemos: ejemplares, inspiradores, haciendo piña.

La concentración nacional daba gloria verla. Gobierno y oposición marchando y manifestándose codo con codo, sin culpar de aquello a nadie más que a los asesinos. La seguridad y la libertad, reforzadas. La colaboración y los intercambios de inteligencia entre cuerpos y fuerzas de seguridad nacionales e internacionales, como la seda. El prestigio de España ante la ONU y las potencias extranjeras, a tope. El presidente saliente se pudo retirar en un resplandor de gloria, con ribetes churchillianos, mientras su sucesor entraba en la Moncloa pletórico de autoridad moral y de la otra. Cuando por fin se produjo la habitual alternancia, la oposición llegó al poder con la mirada limpia y sin nada que ocultar; ni caceroladas en la sombra ni acusaciones públicas de mentir a los ciudadanos ni teorías de la conspiración, etc. Así superamos entre todos aquella crisis con mucha grandeza y con enorme desparpajo.

Y ahora que la Historia, terca, se repite y reincide en la manía de ponernos a prueba, pues ya ve, seguimos igual: el gobierno que tantas ilusiones se hacía de acertalla, ahora pone alma, corazón y vida en el ímprobo esfuerzo de sostenella y no enmendalla, mientras la oposición, como un solo hombre (y alguna que otra mujer…) apoya graníticamente la mejor salida de la crisis del COVID-19 sin hacer caja ni sangre ni pensar en nada más que en aliviar cuanto antes el sufrimiento de los españoles. Tiempo habrá de colgarse las medallas y de repartirse los laureles de tanto logro y de tanto éxito. De felicitarse por la opulentísima Sanidad Pública rebosante de recursos, de pedir a los autónomos que dejen de atar a los perros con longanizas y de desayunar con diamantes, etc.

Tiene la confrontación política un punto peligrosamente ciego, que es la sincera incapacidad de muchos políticos para verse desde fuera. Para verse como de verdad les ven los que no son ni dependen para nada de los de dentro. Alcanzar el poder a cualquier precio, aferrarse a él con uñas y dientes y sin ninguna vergüenza, emprender verdaderas campañas punitivas de comunicación e intoxicación, no hacer prisioneros, todo eso se paga. No sólo porque esté mal, que lo está, sino porque sale mal. Siempre. No es una cuestión moral. Es simple ley de probabilidades. Los errores en política siempre se pagan porque para intentar taparlos hay que cometer errores mucho peores aún.

En el origen de todos los grandes escándalos, de todas las grandes teorías de la conspiración hay casi siempre, y con perdón, una pequeña cagada. O mediana. Nixon no quiso reconocer que había autorizado lo que no dejaba de ser una tontería (¿no tenían nada mejor que hacer que espiar con micros ilegales la convención demócrata en el hotel Watergate?), y la montaña de mentiras que tuvo que levantar para tapar aquel error de juicio se fue haciendo tan grande y tan sucia que tuvo que salir de la Casa Blanca en helicóptero. Si Aznar no hubiera caído en la tentación de intentar sacar tajada electoral de un atentado, no habría propiciado que la sacara otro. Si el que finalmente la sacó no se hubiera acostumbrado a creer que el poder crece en los árboles no le habría pillado en la más pavorosa inanidad la crisis económica del 2008. Si Rajoy hubiera tenido que pelear el liderazgo del PP desde abajo y con un cuchillo entre los dientes, en lugar de heredarlo a dedo, no habría subestimado a un tal Pedro Sánchez ni a su moción de censura. Si Albert Rivera no hubiese desconectado de la realidad, Pablo Iglesias no sería vicepresidente de nada. Si el actual gobierno no lo hubiese hecho todo tan mal, tan rematadamente mal, en la crisis del coronavirus, no sería tan fuerte la tentación de todos los demás de meterle el dedo en el ojo.

 Y como los dedos en el ojo escuecen, al gobierno le falta tiempo para volverse cada vez más agresivo, más numantino, más quien no está conmigo, está contra mí. Además de muchos virus flota en el aire mucho odio, odio de verdad, odio de ese que hace fantasear con la idea de quedarse tuerto si nos garantizan que el enemigo puede acabar ciego. Pablo Casado se debate entre unos pactos de Moncloa que a esta Moncloa le vienen grandes y servirle España en bandeja (o lo que de ella quede…) a Santiago Abascal. De Quim Torra ya ni hablamos. ¿Para qué? Vamos todos de cabeza al desastre, porque para pelearnos nos sobran los motivos, a cual más egoísta, pero resulta que para seguir juntos, y para actuar juntos, y para hacerlo de buena fe y bien, sólo nos queda un motivo, uno solo, el definitivo. ¿Adivinan cuál es?    

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