La revolución de los que hicimos el pan
«No es difícil imaginar que la desigualdad no se discuta en términos de ideales y utopías, sino en términos de los rostros de todos aquellos que en estos días no han tenido el lujo de trabajar desde casa»
La sociedad está dividida ahora tres grupos: los que reciben aplausos, los que reciben cacerolazos y los que hacen pan. Los primeros, los llamados trabajadores esenciales, que salen todos los días hinchados de cansancio y heroísmo. Los segundos, los políticos errantes, que mal gestionan esta crisis para la cual el plató de televisión no los preparó. Y los terceros, nosotros, los encerrados, los que esperamos sin mayor esperanza a que esto acabe y que esta vez sí, por fin, nos salga bien el pan.
A pesar del ruido y la incertidumbre, hay detrás de esta radiografía nada menos que un terremoto sociológico. El virus ha acabado con aquello que antes parecía tan sólido: las líneas divisorias de la pancarta identitaria. Los trabajadores esenciales lo son a pesar de su historia electoral, de lo que piensen sobre los impuestos, el feminismo, o la desigualdad. Líderes políticos han sido duramente criticados en países tanto de izquierdas como de derechas. Y nosotros todos hacemos pan.
Hay en todo esto indicios de una nueva, y más sana, congregación. De un regreso a la unanimidad: la unanimidad del aplauso, la unanimidad de la crítica y la unanimidad del pan. Detrás de esta unanimidad está, quizás, el comienzo de una nueva política, más concreta y terrenal. Como decía Ernesto Laclau, las revoluciones son hijas de los discursos que hablan de pocas cosas.
En un futuro, no es difícil imaginar que la desigualdad no se discuta en términos de ideales y utopías, sino en términos de los rostros de todos aquellos que en estos días no han tenido el lujo de trabajar desde casa. Que la política no se base en posturas morales/identitarias sino en resultados concretos y capacidad de gestión. Y que nosotros, más allá de aplaudir y aturdir cacerolas, seamos capaces de vernos en la igualdad de un mismo reflejo: el que brilla en la puerta del horno.
De suceder, se llamaría esta la revolución de los que hicimos el pan. Pues sería precisamente del pan de donde surgiría. De esa actividad pausada, bien intencionada e imperfecta. De ese pensamiento con las manos. De ese antídoto para la impaciencia. De ese fermento inhóspito para los ideólogos. De esa distracción tantas veces más humana y tantas veces más sana que el Twitter, el alcohol o la televisión.
Cuando acaben los encierros, empezarán seguramente las protestas. Unas a favor de los esenciales, otras en contra del gobierno. Esta mañana, mientras esperaba que se hiciera la enésima arepa, me asaltó una imagen insólita. Mis vecinos, los de los balcones, salían finalmente por la puerta, con las camisas manchadas de harina y levadura. Olían a pan en vez de a pancarta. Y solo nos distinguía la receta.