El rastro del 11-M
«La clase política sobrevolará el cadáver y picoteará allí donde lo necesite: bien para mantener el poder, bien para conseguirlo»
Confieso que durante muchos meses anduve dándole vueltas a una posible novela sobre el 11-M. Investigué casos, hablé con afectados, traté con asociaciones de víctimas. El motivo por el que me lancé a esa aventura tiene que ver con lo vívida que siento todavía hoy esa mañana oscura de 2004. Por entonces joven, con algo de conciencia política -desacertada y errática a mis diecisiete-, pocos meses antes de entrar a la universidad, me dirigía yo al instituto junto al resto de chavales madrileños. Recalco el gentilicio porque nunca en Madrid importó tal cosa, si alguien se identificaba con esta ciudad lo hacía de puertas para adentro, sin presumir de tierra ni nada parecido. Esa mañana muchas cosas cambiaron, también esta suerte de orgullo por la patria chica. Y cambiaron desde el mismo instante en que, al entrar por el patio, vi a unos cuantos chavales que se arremolinaban: oye, que han puesto un petardo en Atocha. En aquella sociedad del protomilenio, al contrario que ahora, nadie se enteraba de las noticias cuando estas ocurrían. Si conocías cualquier episodio antes del telediario de las tres, es que se trataba de una tragedia.
En mi instituto se cancelaron las clases oficialistas, y se impartieron otras oficiosas, donde recuerdo a la profesora de Filosofía dedicando su hora de rigor a reflexionar sobre el terrorismo y sus consecuencias. En algún momento, llamaron a Álvaro para que se ausentara: su padre viajaba en uno de los trenes. Todo fue rápido entonces: la ejecución, el luto, la prudencia. Pero cuando la efervescencia del momento se hubo diluido, apareció la España trincheril, se alimentaron teorías conspiranoicas, se bombardeó con SMS, se panfletearon las elecciones, se puso en duda a los fiscales, a los policías, a los sanitarios, a los jueces e incluso a las víctimas. Polvos de unos lodos que todavía hoy nos cubren. Casado reflotó hace unos días el 11-M para comparar el número de muertos con respecto al desastre del COVID-19. Ignoro el motivo de este paralelismo odioso, pero supongo que tiene que ver con aquello que, frente a la tragedia, tiende a hacer el político español; talante que definió así J. A. Montano en una de sus lúcidas columnas: «Con el país en carne viva, actuaron como miserables pensando solo en lo mismo: conservar el poder o intentar alcanzarlo».
Quizás a algún chaval de diecisiete este desastre le haya pillado camino del instituto, con su carácter político burbujeando; quizás su profesora de Filosofía haya dedicado parte de su temario a hablar sobre el mundo que llega al otro lado de la pandemia; o incluso puede que a algún amigo le haya sobrevenido la muerte en estos días largos y grises. Esta vez todo será más lento: la ejecución, el luto y la prudencia. Pero lo que tengo seguro es que, cuando todo esto se calme, ese chaval verá lo mismo que yo vi aquel lejano marzo de 2004, y lo que llevan viendo tantas generaciones de españoles cuando llega una tragedia de esta magnitud. La clase política sobrevolará el cadáver y picoteará allí donde lo necesite: bien para mantener el poder, bien para conseguirlo. Las víctimas serán números, los afectados pasarán por un daño colateral cualquiera. Volverán las teorías conspiranoicas, el bombardeo esta vez por WhatsApp o Twitter, y la duda sobre todo y sobre todos. Me gustaría decirle a ese chaval que puedo equivocarme, como me equivoque con aquella novela que nunca vio la luz. Pero me temo que la historia habla por nosotros, como tantas otras veces.