THE OBJECTIVE
Julia Escobar

La irrealidad inmediata

«Con esta extraña crisis del coronavirus, se ha pulverizado nuestro concepto de tiempo lineal, se ha roto la ecuación espacio/tiempo»

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La irrealidad inmediata

Siempre hemos creído que el pensamiento lógico procede por analogías y deducciones, pero olvidamos las paradojas. Son éstas tan numerosas que ahora se puede afirmar que lo excepcional es norma y que en nuestro mundo prevalece la lógica paradójica sobre la analógica: cualquier absurdo es posible e incluso lo explica todo. Y así como la Academia de Atenas lucía en su frontispicio un aviso que alertaba que no pasara nadie que no supiera geometría, en las Academias de ahora habría que advertir que no pase nadie que aplique la lógica.

Con esta extraña crisis del coronavirus[contexto id=»460724″], extraña no tanto por su condición de plaga -recurrente y bien conocida en la historia- sino por la reacción mundial ante ella, se ha pulverizado nuestro concepto de tiempo lineal, se ha roto la ecuación espacio/tiempo. Cualquier supuesto disparate no sólo es posible sino razonable. Procedemos por intuiciones, ramalazos de luz, ráfagas de pensamientos estructurados de forma fragmentaria: el cubismo es realismo y la magia religión. La razón es leyenda. Como ese último hombre sobre la tierra invadida por los vampiros de aquella novela de Richard Matheson (“Soy leyenda”) que interpretó torpemente Charlton Heston en la pantalla grande. Sólo así podríamos entender el pesimismo razonable -y razonado- de los grandes desmoralizadores de la literatura universal. Pienso en Flaubert cuando decía que la historia se dividía en tres grandes etapas: Antigüedad, Cristianismo y Estupidismo, o en Schiller (“Guillermo Tell”) decretando sin vuelta de hoja que “contra la estupidez los propios dioses luchan en vano”.

Por eso, cuando se decretó el arresto domiciliario, decidí que procedería como cuando la salud me obliga a aislarme del mundo. Me daría un atracón de lecturas atrasadas y una panzada de cine anterior a los años cincuenta, con contadas excepciones -pensé-, me pondría al día en mis series favoritas. No oiría ninguna tertulia radiofónica ni vería los telediarios y procuraría mantenerme al margen de toda polémica. Contestaría al teléfono y a los mensajes lo imprescindible. Atrancaría puertas y ventanas para que no se colara la realidad política por los intersticios. No leería la prensa en ninguno de sus formatos y diría a los míos que no me dieran más noticia que la del florecimiento de los prunos y la dimisión del gobierno.

Mis buenos propósitos duraron cuatro libros (Max Blecher, “Acontecimientos de la irrealidad inmediata”, José Jiménez Lozano, “Advenimientos”, Gógol, “Historias de San Petersburgo” y Arthur Conan Doyle, “Estudio en escarlata”, además de la poesía a todo pasto), cuatro películas: “Eva al desnudo”. “Testigo de cargo”, “Carta a tres esposas” y “El último hurra”), hasta que recibí un SMS alarmante alentándome a apoyar al gobierno en su gestión de la presente crisis. A partir de ese momento entré en una vorágine de tuits y contra tuits que acabó con mi idilio anterior con el pasado.

No voy a aburrirles con esas polémicas, que ya hartan, pero si contar que la recaída en la (i)realidad inmediata dio un giro a mi planteamiento cinéfilo y literario y me puse a ver películas de catástrofes (“Contagio”, “Pánico en las calles”, “Epidemia”, en incluso “Godzila” y “La invasión de los ultracuerpos”) y a leer a Camus para demostrar que es ahí donde tenían que haberse documentado desde el primer momento la OMS, y desde luego nuestro gobierno, para la mejor gestión de la crisis porque en todo lo ahí citado están minuciosamente descritos los errores que se han cometido y cometen.

En cuanto a la deriva totalitaria y estatista del gobierno español, así como sus amenazas de limitación de la libertad de expresión, me llevaron por el derrotero de la historia a ese marxismo leninismo que caracteriza la impronta de algunos de sus miembros más influyentes en la política del momento y a esa doctrina aberrante que causó muchos de los peores crímenes de la humanidad durante ese devastador y feroz siglo XX del que hablaba Robert Conquest y que sigue estando jaleada -e incluso practicada- en estos momentos. Y como estoy con las películas, citaré algunas de las que mejor rememoran esos horrores: “Katyn”, de Andrzej Wajda, acerca del asesinato de miles de oficiales polacos en 1940 a manos de los soviéticos, “El niño 44”, de Daniel Espinosa, producción checa-rumana sobre un asesino de niños en el URSS, donde esa “aberración” estaba “prohibida” porque esas cosas no podían pasar en el paraíso del proletariado, y, por último, “La vida de los otros”, de Floria Henckel von Donnersmarck.

Esta película me impresionó especialmente porque la tristura y amargura que se desprende de su protagonista, un inspector de la policía política -la Stasi- cuya caracterización de la mediocridad es soberbia, me recordó a esas personas abocadas al odio por convicción y devoción que conocemos demasiado. La vigilancia a la que somete a un escritor adicto, además, al régimen comunista de la felizmente extinta RDA, pone a ese hombrecillo gris ante un mundo insospechado de belleza y placer, y se produce un terremoto en sus convicciones, de consecuencias imprevisibles.

Al acabar de verla pensé en la caída del Muro, hace ahora treinta y un años, en aquellos días de borrachera y grafitis y, sorprendentemente me vino a la memoria la frase aquella de un cartel que colgaba hace años en una calle de México, y que habría tenido su pleno sentido metafórico en aquellos momentos de euforia: “Prohibido aparcar a los materialistas en lo absoluto”.

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