La trampa de la polarización
«Quizá sea un buen momento para recordarlo: la polarización no empieza por uno mismo, pero sí acaba por uno mismo»
Si alguien pensó que la amenaza sin rostro de un virus[contexto id=»460724″] homicida serviría para cohesionar a la sociedad española, se equivocó. El nuestro es un país roto que ya solo se reúne en las ventanas, a las ocho de la tarde. También se malbaratará esa comunión, tan pronto como resolvamos quién puede arrogarse la propiedad política de las palmas: ¿Por quién aplauden los balcones?
La polarización es una trampa cuya escapatoria parece imposible. En el mejor de los casos, podemos convenir que la polarización es socialmente indeseable. No es una conclusión descabellada, al contrario. Si preguntáramos a la ciudadanía, la polarización encontraría pocos abogados a cara descubierta y pleno pulmón. Pero predicar de palabra es siempre más sencillo que hacerlo con el ejemplo.
Supongamos que uno de los polos enfrentados en el debate concluyera que es mejor rebajar el tono de la discusión pública y tratar de encontrar los puntos de mayor cercanía con el otro lado. El polo oponente, por su parte, podría pensar de igual modo, y entonces quedarían sentadas las bases para la cooperación. La sociedad entera se beneficiaría de ese clima favorable al entendimiento y aumentarían las posibilidades de que los partidos suscribieran acuerdos importantes para la nación. Estaríamos ante un momento de compromiso.
Sin embargo, a ese polo bienintencionado, dispuesto a dar pasos hacia su contrario, podría asaltarle una duda: “¿Qué pasa si a mi muestra de buena voluntad no sigue un reflejo especular al otro lado? ¿Qué sucede si el otro polo aprovecha la coyuntura para hacerse con el monopolio de la polarización y obtener ventaja electoral?”. La teoría de juegos ha explicado que la sospecha es uno de los elementos que determina comportamientos cuyo resultado para los implicados es adverso. Así, la perseverancia en la estrategia de polarización sería el resultado más probable de un escenario como este.
Cabe una segunda aproximación al fenómeno de la polarización. Una que comparte la asunción de su carácter nocivo, pero que la convierte en una herramienta indispensable del debate público. Los practicantes de esta variante de la polarización parten de la creencia de que es una estrategia moralmente condenable, y, por ello, necesitan una justificación virtuosa que avale su conducta. La excusa es casi una tríada dialéctica hegeliana que identifica el conflicto como motor de progreso: si no se plantea una antítesis a la tesis sostenida por el otro polo, no podremos avanzar hacia una síntesis que represente una situación superior y reconciliada de equilibrio. Un “ni para ti ni para mí” que integre las razones de las dos partes.
Por último, hay una tercera aproximación, la más dañina, que revela un estadio de cronificación de la polarización, de degradación de la discusión pública y de deslizamiento hacia el populismo. Es aquella en la cual la polarización no es un medio, abyecto o virtuoso, sino un fin. No una excreción de la política que debiéramos combatir, ni tampoco un periodo conflictivo de transición hacia un nuevo consenso, sino el estado de cosas natural y deseable. En este enfoque la polarización es el centro de gravedad de la política. Los creyentes de esta opción no consideran que la polarización merezca censura social, ni aspiran a ostentar el monopolio de esta estrategia ni desean que el conflicto se resuelva en una síntesis de reencuentro. La polarización es aquí el sistema.
Es el conflicto por el conflicto: quieren polarizar con el oponente y que el oponente polarice también con ellos. Porque obtienen un premio político de la polarización propia (el relato maniqueo de la dignidad enfrentada a un enemigo envilecido), y de la ajena (el espantajo del adversario radicalizado alentará la movilización electoral para detener su avance).
En este caso, la polarización no es la estación de tránsito hacia un nuevo equilibrio, sino el equilibrio mismo. Un equilibrio que, en ausencia de un compromiso como el descrito en la primera situación, solo podrá romperse si los actores políticos que no se sientan beneficiados por este modelo de discusión pública son capaces de plantear una estrategia alternativa que concite el apoyo de los ciudadanos.
Sabemos que la demanda política no es exógena. Tampoco la de polarización. Esto significa que existe porque existe su oferta. Sin embargo, su perpetuación se produce porque los ciudadanos premian a los partidos que la emplean. En este sentido, quizá sea un buen momento para recordarlo: la polarización no empieza por uno mismo, pero sí acaba por uno mismo.