Habla, memoria
«A diferencia de tantos, Laborda hincaría la pluma hasta en una cueva o en una isla desierta, y por eso es escritor»
Según un antiguo alumno de Nabokov, un examen del curso de literatura europea que éste impartía en la Universidad de Cornell se limitó a una pregunta: ¿cómo es la estación en que Anna Karénina conoce a Vronski? Contó lo que recordaba de la película, porque no había leído el libro. Para su sorpresa, Nabokov le puso un sobresaliente. Según el autor de Pnin, los grandes novelistas forjan en la mente del lector una serie de imágenes poderosas que rebasan con mucho las palabras.
Siempre me ha costado retener las tramas de las novelas. Sin embargo, pasan los años y algunas imágenes se mantienen indelebles. No recuerdo el proceso que transforma al doctor Jekyll en el señor Hyde, pero tengo fresco el pisotón a la niña. Tampoco tengo claro en qué momento se dirige Dorian Gray a los muelles, pero puedo rememorar algunas de sus conversaciones con Lord Henry. Lo mismo me pasa con las novelas de mi amigo Juan Laborda Barceló: a pesar de mis lagunas argumentales, recuerdo con viveza la turba asaltando el escenario en Paraíso imperfecto o el esforzado apuñalamiento de La fragilidad del neón.
También Y entonces volaron (Huso), su extraordinario último libro, deja en el caletre unas cuantas escenas: un duelo de facas, el suicidio de un compañero, el trascendental encuentro con un maestro… Son, en teoría, vivencias del autor. Algún literalista se empeñará en saber si son todas ciertas. Yo no abusaré de nuestra amistad para averiguarlo, aunque la curiosidad me pique. ¿Lo sabrá el propio autor? Al fin y al cabo, la memoria nos engaña, y este libro egográfico, a medias entre el diario íntimo y el ensayo literario, juega con el hecho de que nuestros recuerdos no están grabados en piedra, como decía Primo Levi en Los hundidos y los salvados.
Todo diario es una tentativa de construirse a uno mismo. Sabemos por Freud que nuestra conciencia no es un cendal puro e inconsútil, sino una urdimbre llena de pespuntes y remendones; por Jung, que a la mente no le basta con el dominio de los hechos. Por eso todo cañamazo, ya sea cierto o falso, sirve para trenzar el cesto. Poco importa que los recuerdos aquí expuestos estén alterados, o directamente sean invenciones, si son significativos.
¿Será cierto aquello de Yorgos Seferis de que la memoria duele? Como los románticos se agarraban al pretil para contemplar la espuma de las rompientes, Laborda se asoma al abismo con cautela; pero, a diferencia de ellos, no pierde la compostura cuando éste le devuelve la mirada. A su juicio, cultivar la memoria es como regar plantas carnívoras: siempre corres el riesgo de llevarte una buena dentellada. Sirva de preceptiva literaria para quien hurgue en sus recuerdos. Si les tienta el canto de las sirenas, mándense atar al mástil, pero no se desparramen por las páginas de su diario. Apechuguen y conténganse. La indulgencia es el pecado mortal del diarista.
Como de costumbre, Laborda se sirve del cine para hablar de sus cosas. No es una tarea fácil. Hay ciertos temas, como el sexo o la gastronomía, que propenden a decir tonterías; por eso en literatura sirven de piedra de toque. Y luego están las mitologías personales. Para ser expresadas, ciertas pasiones tienen que ser compartidas. Más cargante que el amigo obsesionado con los goles de Prosinecki es el que trata de convencerte de lo guapo que estaba Glenn Ford en tal o cual película. Afortunadamente, no hay aquí rastro de bizantinismo. Cuando Laborda nos cuenta que después de ver Superman cruzaba a la carrera el trecho hasta el bus, nos habla, en realidad, del ansia de aventura y de la voluntad de épica presentes en todo niño. Al aludir al caracol que, según el coronel Kurtz, se desliza por el filo de la navaja, no escribe sobre Apocalypse now, sino sobre las cuitas de la adolescencia: la suya y la nuestra. Cuando lo particular aspira a lo universal, la anécdota se vuelve categoría.
No hacen falta las tres mil páginas de la Recherche para contar una vida. La memoria no es prolija. Hay que engrasarla para que eche a andar, pero de poco sirve atiborrar sus turbinas de lubricante. Mejor será echar unas cuantas gotitas de aceite en aquellas junturas que pasan inadvertidas. Prueba de ello es el vigesimonoveno capítulo de Y entonces volaron, un conmovedor acercamiento a la vocación de escritor. Siendo un niño, Laborda se presenta a un certamen literario, pero no consigue el galardón. Se ve entonces recorriendo el largo pasillo del colegio, con la soledad de un astronauta y la conciencia de un impostor. “Una sociedad secreta, cuyas hechuras ni siquiera vislumbraba, me había cerrado sus puertas decoradas con oropeles”. Hace tiempo que las franqueó, después de tres novelas y del magistral En guerra con los berberiscos (Turner), pero habría dado igual no hacerlo. Dijo Rilke: si sois capaz de vivir sin escribir, no escribáis. A diferencia de tantos, Laborda hincaría la pluma hasta en una cueva o en una isla desierta, y por eso es escritor.
En este vídeo, Jorge Freire nos recomienda, para el confinamiento, ‘Los perdonados’, de Lawrence Osborne, una novela de excepcional talento para captar los dilemas morales que afloran cuando los occidentales viajan al extranjero.