La neonormalidad
«Seguimos esperando a los políticos como el niño americano al papá en partido de béisbol: sabiendo que no llegarán»
Los neonormalistas llegamos a mayo lanza en ristre. La «nueva normalidad» es un caballo de Troya que a golpe de aparente oxímoron intenta colonizar el XXI. Y es que los siglos tardan algún tiempo en llegar: el XIX no lo hizo hasta que avanzara la primera década y Napoleón pusiera patas arriba Europa; el XX tardó algo más, en concreto catorce años, el día en que el archiduque fue asesinado. Pues bien, lo que coloniza este nuevo siglo no es la ambición de un general corso ni la caída del imperio austrohúngaro. Ahora vivimos al albur de vacunas y laboratorios, aranceles y fronteras, desglobalizar lo globalizado. Seguimos esperando a los políticos como el niño americano al papá en partido de béisbol: sabiendo que no llegarán. Fallan también el proyecto actual de Europa, demasiado taifismo cuando no debía, y una economía de mercado que ahora ve cómo el Estado se hace con el control de empresas ajenas, residencias de mayores u hospitales privados.
En la neonormalidad, lo que antes parecía grandilocuentemente necesario, como conocer diversas culturas o expandir nuestras marcas y costumbres por el globo, hoy se reduce a la insignificancia; y lo que antes parecía insignificante, como besar a una madre o brindar con un amigo, hoy toma tintes épicos. Quizá sea esta la principal arma de la «nueva normalidad»: vuelve a tener importancia lo pequeño, lo cotidiano. Se acabarán rasgos españolísimos, como el golpecito en el hombro, los dos besos a la primera de cambio o el voceo entre semejantes. El pack «todo incluido» a Tailandia o a Punta Cana será sustituido por lo que los horteras llaman ecoturismo, que no es otra cosa que coger el coche y huir de donde se parte, lo que ya dijo Azorín: el paisaje elemental, el descanso de los ojos y el suplicio de la imaginación. Desconfiaremos de lo que antes confiábamos: escribo estas líneas mientras leo la noticia de la muerte de un hombre por picadura de avispa asiática, y, al contrario que otros veranos, esta vez seremos precavidos.
El comercio se establece sobre el teclado de un ordenador, no sobre la barra del establecimiento. Se acabaron las raciones de oreja, los baños públicos, el dinero físico, el transporte hacinado y la cola en los supermercados. Las mascarillas, una anomalía en el viejo mundo, serán parte del atuendo: las pupilas como único puente, habrá ojos que miren y ojos que sueñen, como en el poema de Unamuno. Se prevén los triunfos del teletrabajo, de las salas de cine caseras, de los riders (que es como intentan disfrazar desde el léxico al repartidor precario), de la omnipresencia de las series televisivas, del amor por correspondencia, del Mercadona a domicilio. Triunfa la distancia, en suma. La enseñanza dependerá todavía más de los padres y de los medios (intelectuales o tecnológicos, tanto da) de que dispongan. El sexo aparecerá más plastificado que nunca, la libertad tendrá que fiarse de que el control no exceda lo estrictamente sanitario. El gel se impondrá al whisky, la mampara al calor humano, el termómetro al estado de ánimo. La neonormalidad, que no es otra cosa que el siglo XXI, está a punto de presentarse: que Dios nos coja confinados.