Un largo sábado
«El pueblo madrileño, otrora bullanguero y alegre, siempre presto a brindar con unos chatos y a embaularse unas gallinejas, asoma hoy por el postigo entornado con la facies de la vieja del visillo»
Antes del confinamiento, me inventaba excusas para no dar la mano; si no se me ocurrían, apelaba a la palmadita en el lomo. En ocasiones me sentía como el fariseo Pecksniff: “Haré algo mucho mejor -decía el villano de Dickens-, ¡te abrazaré en espíritu!”. Grande es el esfuerzo que nos ahorran las convenciones sociales. Supongo que, por entonces, ciertos códigos de conducta aún no habían sido codificados. Sea como fuere, esas formalidades se han vuelto innecesarias y esos días quedan lejos.
Una que sometió los convencionalismos a una buena sátira -es decir, una sátira cruel- fue la irlandesa Molly Keane. Su novela Buen compartimento (Contraseña) me ha dado muy buenos ratos a lo largo de estos días. Situada a principios del siglo pasado, es narrada por la torpona e inoperante Aroon, educada en la ignorancia que su época reservaba a las mujeres. Se mire como se mire, su relato hace agua. El lector, que se ve obligado a leer entre líneas, termina advirtiendo de la verdad cruel que a sus ojos pasa inadvertida. En la portada, una elocuente lámina de Iban Barrenetxea, vemos a una mujer con gesto desabrido tras la ventana de una mansión. No hay cárcel más segura que aquella que no tiene rejas.
La imagen cobra un nuevo significado estos días. Cuando salgo a aplaudir a las ocho, me fijo en las caras de los vecinos. Todo son ojeras, rostros cansados y ademanes mohínos. Imposible que ayer fuese San Isidro. En vez de arracimarse en la pradera con los majos, las manolas y los chisperos que pintó Goya, los gatos nos quedamos en casa con las ventanas cerradas, las fallebas corridas y las persianas a medio echar. El pueblo madrileño, otrora bullanguero y alegre, siempre presto a brindar con unos chatos y a embaularse unas gallinejas, asoma hoy por el postigo entornado con la facies de la vieja del visillo.
Creíamos que al término del confinamiento saldríamos a la calle pletóricos de energía, repartiendo besos y abrazos. No será así. Cuando tal cosa suceda, muchos no querrán ni franquear el portal. ¿No decían que la primavera la sangre altera? Pues, a juzgar por nuestras caras mustias, pareciera que la vida ya no nos tienta con sus frescos racimos, como dice el verso de Rubén.
Un largo sábado. George Steiner extrajo este concepto del Nuevo Testamento. El velo ha sido rasgado de arriba abajo y una opresiva calma chicha se estira como un muelle, muellemente. No hay quien se sustraiga a esta peguntosa duermevela. Todos los días son el mismo. Trato de escribir pero lo consigo a duras penas. Sin tensión de espíritu soy incapaz de hincar la pluma. A diferencia de lo que sucede si te pica una de esas “hormigas bala” de Brasil o si apuras hasta la hez una copa de cicuta, este efecto paralizante tiene remedio. Terminas sobreponiéndote a la laxitud, aunque no del todo. Queda una especie de sopor delicuescente que nunca se va.
Mienten, y lo hacen a sabiendas, quienes afirman que extraeremos grandes enseñanzas de esta experiencia. Poco hay que aprender. No se me ocurre vuelta a la normalidad más digna que la del profesor de En la noche de los tiempos, de Lovecraft, que después de cinco años con la mente de viaje astral (y este confinamiento tiene mucho de ello), retoma su clase de economía en el mismo punto en que la había dejado. Como Fray Luis, pero con alienígenas. Decíamos ayer…