Modernización malograda
«Nada nos urge más que abandonar este populismo entreverado de nihilismo que nos persigue y regresar a la exigencia y a la moral»
Según se mire, la realidad resulta muy compleja pero también sencilla y diáfana. Quiero decir que lo complicado es lógicamente difícil y lo sencillo, fácil. ¿Era previsible una epidemia por coronavirus[contexto id=»460724″] hace apenas seis meses? No, de ningún modo. ¿Se trata pues de un cisne negro impredecible? Tampoco. Las epidemias globales, las grandes pestes que saltan de un animal al hombre, forman parte de los ciclos históricos de la humanidad. Cisne blanco o negro, conviene fijarnos más en los principios que en los discursos, más en los hechos que en las promesas. Llegó el azote del coronavirus y nos pilló sin defensas, con el país debilitado por muchas causas. La más dolorosa, la político-ideológica, consecuencia del brutal recrudecimiento de la guerra cultural. Si la Transición fue un milagro que propició el reencuentro, las dos últimas décadas han visto la voladura de tantos y tantos puentes que parecían sólidos y destinados a perdurar. El más obvio, el más patente y cuantificable es la ruptura económica: un auténtico adiós a todo lo que fue nuestro país en los últimos cincuenta años, una línea de prosperidad y de crecimiento más o menos sostenida.
Si hacemos caso al historiador Vicente Cacho y a su teoría de las dos corrientes modernizadoras de España a finales del XIX y principios del XX –la Institución Libre de Enseñanza y el catalanismo político–, podríamos añadir que el Plan de Estabilización de 1959 fue otro salto modernizador y, sobre todo, la llegada de la democracia y la posterior entrada en Europa. ¿Cuándo se perdió esta senda? ¿Con la incorporación al euro en la década de los noventa? Quizás en la última legislatura de Felipe González, cuando la corrupción política asediaba a un gobierno en estado terminal y se dejaron de lado las reformas. Quizás en la segunda legislatura de Aznar, cuando se desperdició por completo la mayoría absoluta. Desde entonces, la sucesión de errores ha sido la tónica habitual, una constante sustitución de los criterios ilustrados por la búsqueda de ganancia inmediata, de las decisiones difíciles por los intereses espurios.
España, al fin y al cabo, lleva dos o tres décadas sin un proceso de modernización claro. Las consecuencias las comprobamos a diario y lo haremos aún más en el futuro. ¿Qué se puede esperar de un país altamente endeudado, con un déficit crónico, altas tasas de paro, sin rigor educativo ni tejido industrial? ¿Qué se puede esperar de un país que se pierde en debates bizantinos, alimentando rencores seculares, sujeto al sectarismo amorfo de las masas? Me temo que muy poco. Porque la realidad es compleja, en efecto, pero al mismo tiempo sencilla. Nada nos urge más que abandonar este populismo entreverado de nihilismo que nos persigue y regresar a la exigencia y a la moral, es decir, a la vida alta, a la política buena. Lo otro es la nada y el dolor.