Woody Allen o la infinitud de la cultura
«»No me da la gana de meterme en todas las gilipolleces». Aparte de la primera frase de este texto, la sentencia anterior también es la primera frase de la autobiografía de Woody Allen»
«No me da la gana de meterme en todas las gilipolleces». Aparte de la primera frase de este texto, la sentencia anterior también es la primera frase de la autobiografía de Woody Allen. Fanático del neoyorquino como soy, me niego a pensar que ese arranque está ahí escrito por nada. Él siempre creyó en la acción del azar sobre la vida, sobre un asesinato, sobre el rumbo de una relación sentimental o sobre la lata de conservas que vas a elegir hoy en la cena. Conoce la suerte, la ha radiografiado tantas veces que sabe perfectamente por dónde puede andarse. Y esa primera frase está ahí por algo. Quiero creer que hace alusión al silencio que, desde que Dylan Farrow le acusara de abuso sexual, mantiene con no poca elegancia. Quiero creer que se refiere a lo mucho que le resbala la opinión de los miles de soldados de la ética que desde entonces lo acusan, sin que las sentencias exculpatorias sirvan para nada. Incluso me gustaría pensar que esas «gilipolleces» tienen que ver con los cientos de artículos que le dedican como piedras en manos de los Monty Python, intentando lapidar al son que dicta el periodista máximo, su hijo Ronan Farrow, acusado hace unos días, por cierto, de falta de ética por el New York Times.
Me gusta pensar que esa frase tiene todos esos significados, pero quizá no los tenga. O sí. Es parte del juego que se construye a través de su obra, un juego de ironías y metáforas, un maestro del doble sentido, del juego de palabras. Donde el espectador es parte también de la trama: necesita de sí mismo para completar el enigma del que, de lejos, pasa por ser el director más literario, o más dramatúrgico, nacido en los Estados Unidos. Desde La rosa púrpura de El Cairo, donde los actores entran y salen de la pantalla, hasta Melinda, Melinda, donde Allen idea la misma trama de manera cómica y trágica respectivamente. El neoyorquino necesita al espectador, como digo, y esta autobiografía es una pieza más en ese puzle que plantea. La leo conteniéndome, sabiendo que el viejo maestro volverá a utilizarme, que dependerá de cómo interprete yo su vieja ironía la opinión personal que de él tenga.
Ya se ha escrito en este espacio suficientemente sobre la necesidad de separar obra y autor. Pero es que, en el caso de Allen, más aún tratándose de un fenómeno de masas como es el cine, la sentencia es flagrante. Sus artificios en el séptimo arte, el juego al que me refería renglones atrás, marcarán un antes y un después en la industria, y su influencia pasará de mano en mano hasta que nadie sepa ya quiénes eran Allen, Farrow, usted que lee ahora mismo estos párrafos y yo. Su arte sobrevivirá a su nombre, es el legado inexcusable de la cultura. De hecho, con mucha más categoría que yo, ya lo dice él en una de las páginas de este maravilloso A propósito de nada, editado por Alianza: «Mis propias hipótesis giran en torno al hecho de que, más o menos a los cinco años, tomé conciencia de la mortalidad y pensé: ah, no, yo no me apunté para esto. Nunca acepté ser finito. Si no os importa, quiero que me devolváis el dinero».