En la muerte de Jesús Pardo
«Cuando leí algunas novelas de Jesús Pardo, no sabía nada del hombre que había detrás de ellas, nada que no estuviera en la ficción»
Solo en dos ocasiones me han invitado a la fiesta del Premio Cervantes y está bien así: cuando se lo otorgaron a José Jiménez Lozano y cuando fue Álvaro Mutis quien lo obtuvo. Ambos, Jiménez Lozano y Mutis, eran autores a los que había leído bastante y escrito sobre su obra. Del primero me interesaban sus diarios, su obra ensayística y la poesía. Del segundo, la riqueza de su mundo literario que entroncaba la Vieja Europa y la Nueva América y también cómo siendo colombiano había sobrevivido al ciclón de su amigo García Márquez. Los dos, Mutis y Jiménez Lozano, tan dispares y en cierto modo tan al margen, eran autores que consideraba, digamos, míos y tomé ambas invitaciones como un reconocimiento del azar, lo fuera o no.
Del homenaje a Jiménez Lozano recuerdo varias cosas tangenciales al mismo y aquí apuntaré dos. La primera fue la frase de una periodista cultural que, con gesto de desgana, le decía a una amiga o compañera: «Vámonos, que aquí no hay nadie». Y el nadie no se refería a Ulises, precisamente. No debía de considerar atractivo a ninguno de los presentes y esa carencia de atractivo intelectual partía tanto de su desinterés por la obra del premiado, como de su desconocimiento de la mayoría de los que allí estaban: no debían de ser suficientemente valorados en su medio y su medio era la única verdad.
La segunda fue a la salida, ya bajando las escalinatas del Palacio Real, cuando alguien musitó «perdón» a mis espaldas, por haber rozado mi zapato con la punta del suyo. Al darme la vuelta vi que ese alguien era el escritor Jesús Pardo, del brazo de su mujer. Me presenté y charlamos un rato: sobre Mallorca —su tío había estado destinado en la isla al principio de la Guerra Civil— y sobre Santander, que yo aún no conocía más allá de las páginas de su novela Ahora es preciso morir y de otras páginas de Álvaro Pombo. Pero inmediatamente pasamos de Santander a El Sardinero, que era su territorio original y reivindicado por él. Luego me dio su tarjeta y creo que semanas después cruzamos un par de tarjetones, poco más y ese poco no fue desinterés, sino descuido. Yo admiraba algunas novelas de Jesús Pardo, especialmente la trilogía formada por la citada Ahora es preciso morir, Ramas secas del pasado y Cantidades discretas. Todas ellas publicadas en la década de los 80, cuando Pardo ya había sobrepasado los 50 años y la sospecha de que eran libros escritos desde la voluntad de poner orden literario a una vida agitada y dejar memoria de cómo fueron las cosas, una vez pasada la mitad del camino, según Dante, y entrar en la media edad del hombre, según Byron.
En esos libros está el esplendor de Pardo, culto, noctámbulo, punto canalla, funcionario, agrimensor de todos y cada uno de los elementos anglosajones en el Madrid del Régimen, en la plena conciencia de que la vida es mejor y más divertida allí fuera que aquí dentro. Son novelas vitales y espléndidas a las que habría que sumar una novela ucrónica como Operación Barbarrossa —donde Hitler ha ganado la guerra— anterior a la de Robert Harris, Patria, que trataba de lo mismo, alcanzó fama internacional y fue llevada al cine. La novela de Pardo no, pero tiene un humor sutil que atrapa al lector en medio de la desgracia y es también una novela de ideas, algo que no es Patria. En fin, las cosas son como son: la periodista cultural consideraba que ahí no había nadie de interés —y estaba Jesús Pardo— y la más guapa del baile no siempre se la lleva el más inteligente.
Cuando leí las novelas citadas, no sabía nada del hombre que había detrás de ellas, nada que no estuviera en la ficción, quiero decir. De la estirpe de Baroja —que es buena estirpe si no se es un imitador del pegadizo y calculadamente desmadejado estilo del vasco—, pensé que Pardo había tejido un nuevo fragmento literario de Madrid. Si Madrid, literariamente, se asentaba sobre los mapas —estupendos ambos— de Galdós y de don Pío, existía, en novela, un vacío que Jesús Pardo estableció con su trilogía: el cosmopolitismo del Madrid de los 50, cuyo precedente, unos pocos años antes, había sido la extraordinaria —a mí me lo pareció, al menos, cuando la leí a mis 20 años— El gran momento de Mary Tribune y cuya prolongación estaría en alguna de las novelas de Manuel de Lope, especialmente en su Madrid continental. Hablo de un realismo que también debe a Martín Santos y dejo, a propósito, a los Novísimos aparte porque lo son, un aparte. Como lo es Bucarest, el libro de Pardo sobre la capital rumana, tan amada por Paul Morand y Juan Manuel Bonet.
Después tuve la sensación de que Jesús Pardo estiraba ese mundo y se estiraba a sí mismo de manera epigonal en Eclipses y ucrónicamente, desde la novela de ciencia, en Las últimas horas de Pincher Trumbo, ya sin la fuerza anterior ni en una ni en otra. Quizá fuese yo, como lector, el equivocado, pero esta era la sensación que me quedó. Y de repente llegaron sus memorias de la mano de Anagrama y ahí las puertas entornadas se abrieron de par en par: Autobiografía sin retoques fue un éxito en España —ayudó que fuera un libro name dropping— y el reconocimiento a un escritor como tal. Un escritor anglófilo, que había arrancado en el periodismo y vivido en el extranjero —fue corresponsal de Efe en Londres—, que había traducido a innumerables autores del siglo XX y que conocía la historia de la literatura europea casi tanto como el plano del Sardinero. Lo último suyo que leí fue Bajas esferas, altos fondos, una novela recurrente apurando un filón en estado terminal, y el entretenido, sin más, Las damas del franquismo, como quien escribe sobre unas tías suyas algo pasadas de rosca. La pasada semana, en medio del aluvión de muertos de la peste[contexto id=»460724″], falleció a los 93 años de edad Jesús Pardo y con él se va otra rara avis, esa especie que existe minoritariamente en todas las literaturas y que las enriquecen desde los márgenes, aunque el precio de esos márgenes sea alto a menudo, ya saben, «vámonos, que aquí no hay nadie».