La Sardà
«En su libertad absoluta para concebir la vida y en plena ofensiva secesionista, La Sardà fue a la plaza de Sant Jaume y devolvió a un funcionario de la Generalitat la Creu de Sant Jordi»
No es fácil que un artículo determinado femenino seguido de un apellido connote tanta personalidad, tanta presencia. Acaba de fallecer la actriz Rosa María Sardà después de años de padecer un cáncer que le había hecho taparse los ojos con gafas de sol. Ella, que siempre había lucido un azul cristalino en un rostro que podía parecer duro, ácido. Igual de feroz fue su claridad cuando supo que padecía la enfermedad. A Jordi Évole le dijo: “No lucho contra nada, no se lucha contra el cáncer, es invencible. Es una cuestión de que los que se ocupan de ti tengan más o menos tino al programar unas ciertas medicaciones. No se trata de una lucha porque el cáncer siempre gana«.
Su sinceridad siempre hirió. A propios y a extraños. En su libro-memorias Un incidente sin importancia, la Sardà recordaba a Maria y Pep, sus abuelos, una estirpe de cómicos desde antes de la guerra que fueron los primeros actores de una compañía itinerante. El libro de la Sardà rima con el de El tiempo amarillo, las memorias de Fernando Fernán-Gómez, otra crónica de un tiempo difícil y angustiante. Allí relata cómo era el Madrid de la República y el Madrid sitiado y miserable de la guerra. En el libro de la Sardà, por el contrario, podemos leer su carrera como actriz autodidacta en Barcelona, en el barrio de Horta. En los años 60 y 70 disfrutaría en el teatro como en la televisión con algunos de los mejores creadores de nuestro país. Se haría íntima de La Espert, la otra gran actriz de nuestro país. Ellas demostraron que ser amigas en un mundo tan competitivo como el de la interpretación era perfectamente posible. Tuve la suerte de verlas en el Teatro Español representando La casa de Bernarda Alba. Era la primera vez que actuaban juntas. Aquella Bernarda era radical, como la Sardà, aunque ella interpretaba magistralmente a la Poncia paciente.
No son pocos los periodistas que guardan anécdotas jugosas de las pocas entrevistas que La Sardà concedía. En todas soltaba alguna boutade que la hacía, sin ella quererlo, más tierna todavía, más entrañable y querida. Muchos la recordamos por aquellas galas maravillosas de los Goya en las que, por una vez, todos coincidíamos que no eran infumables. La Sardà se paseaba por allí y una no podía dejar de mirarla. Su inteligencia y sorna eran contagiosas.
En sus últimos años no sé cansó de expresar la pena que le causaba la Cataluña que habitaba. En su libertad absoluta para concebir la vida y en plena ofensiva secesionista -era verano de 2017-, La Sardà fue a la plaza de Sant Jaume y devolvió a un funcionario de la Generalitat la Creu de Sant Jordi -probablemente el galardón más querido que un catalán podría recibir- que Jordi Pujol le entregó en 1994. Antes de irse pidió un certificado de tal devolución, así como la renuncia a la esquela que la Generalitat Catalana escribe cuando alguno de los galardonados con este premio fallecen. Así que hoy no verán esa esquela por ningún sitio. Así lo quiso La Sardà.