Ni para viejos ni para niños
«En demasiadas residencias se ha tratado a nuestros viejos sin piedad y aún hoy no estamos sabiendo recuperar la patria de la esperanza que la escuela es y debe ser para nuestros hijos»
Si la pandemia ha funcionado como un espejo para saber el país que en realidad somos, para bien y para mal, esta primavera de luto habremos constatado algunas carencias más bien deshumanizadoras. Naturalmente debemos seguir enorgulleciéndonos de la profesionalidad del personal sanitario que arriesgó su salud ante el desbordamiento de la epidemia, faltaría más, e incluso podemos seguir discutiendo hasta la eternidad sobre la imprudencia de autorizar o no el 8M. Pero al focalizar la mirada en el comportamiento en tantos hospitales o en las manifestaciones por las calles de media España, atrapados entre el mito que redime y la demagogia que polariza, tal vez olvidemos los espacios donde más se han revelado el dolor y la desidia.
Porque en demasiadas residencias se ha tratado a nuestros viejos sin piedad y aún hoy no estamos sabiendo recuperar la patria de la esperanza que la escuela es y debe ser para nuestros hijos, cuya identidad como grupo hemos consensuado que es una capacidad de supercontagio no demostrada. Así ha sido también nuestro país durante la pandemia. Ni para niños ni para viejos. Condenar a los niños de hoy a una educación de plataformas en soledad, como si la figura del maestro fuera simplemente auxiliar, les está privando de la experiencia del magisterio y les aleja aún más de los libros como instrumento privilegiado de descubrimiento del mundo. Y de eso apenas se discute porque siempre es más fácil el “tu más” que no sirve para mejorar nada. Y tampoco estamos revisando cómo evitar que las residencias sean un sedante epílogo donde se aparcan ancianos con enfermedades terminales sin que dichos centros tengan ni puedan costear servicio médico ni equipamiento sanitario. Y eso nos degrada porque les repetimos a nuestros mayores de hoy que su calidad de vida apenas nos importa.
Por respeto a nietos y abuelos que encarnan la memoria y el futuro, es decir, para reforzar el vínculo fundamental a través del cual las familias constituyen una sociedad, muchos de nuestros dirigentes deberían dejar de humillarlos con su cainismo partidista. En lugar de taparse sus impotencias desgastando al adversario con insultos o querellas, el compromiso de mínimos de los partidos de gobierno debería ser ya y debería ser auténticamente político: la activación de una discusión responsable sobre qué medidas deben tomarse para mejorar escuelas y residencias porque es evidente que allí colectivamente les hemos fallado.