THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Cocodrilos del Nilo

«Lo que para unos es cocodrilo, para otros es nutria y así vamos»

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Cocodrilos del Nilo

Aaron Favila | AP Images

Los zoos privados suelen estar unidos al misterio. Fortunas ilegítimas, dictadores exiliados, caprichos suntuosos e identificación con la fuerza salvaje por parte de sus propietarios. Una mezcla de Arkadin, Gatsby o Kane, sin refinar ni olvidar su origen: reyes mesopotámicos, faraones egipcios y emperadores romanos. Pero tampoco su prolongación en el tiempo, tan bien retratada en las páginas iniciales de la novela de Juan Gabriel Vásquez, El ruido de las cosas al caer, por donde campea un hipopótamo escapado del zoo de Pablo Escobar.

Salvo Lola Flores, en España no descendemos de faraones con sus guepardos, ni de reyes de Babilonia con leones alados, pero pasan cosas muy raras, más raras aún desde que se sacó a Franco de su tumba como quien va de picnic y se lleva unos fósiles a casa. No enumeraré y me quedo con el cocodrilo del Nilo sumergido en aguas del Pisuerga. Si en las cloacas de Nueva York hay caimanes albinos, ¿ha de extrañarnos que entre Palencia y Valladolid habite un cocodrilo descomunal?

Hace algunos años y allá por Torremolinos, otro cocodrilo egipcio atemorizó al vecindario hasta que la Guardia Civil dio con él. Dijeron que había escapado del jardín de un magnate árabe dado a los caprichos de los magnates árabes, pero estos saurios acuáticos –africanos o americanos– son muy viajeros, tanto en el espacio como en el tiempo. En el siglo XVII, por ejemplo, las noches de mi ciudad natal, Palma, fueron durante meses unas noches inquietantes por culpa de uno de ellos. Un dragón –eso decían los que le habían visto huir en la oscuridad– atacaba a mujeres y niños, arrastrándolos de las faldas o las mangas y ante los gritos de sus víctimas desaparecía. Todos habían visto su cola verde, escamosa y serpenteante reptando por los adoquines hasta desaparecer por una alcantarilla. Parecía que al animal, mitológico o no, le gustaba la clandestinidad.

Una tarde que el caballero Coch, terrateniente del norte de la isla, había ido a la ciudad para visitar a su amada, un ruido a sus espaldas lo sobresaltó. Desenvainó su espada y se encaró con un ser monstruoso cuyas fauces acumulaban ristras de potentes colmillos y su mirada era más gélida que la de las serpientes. Sin pensárselo dos veces, suele decirse, atacó al monstruo con la espada, hiriéndolo de muerte. Ya cadáver lo entablilló y así se lo regaló a su amada, como un presente salido de los libros de caballerías. El animal era un cocodrilo no sé si cairota o del estado de Florida, entonces en manos españolas. Desde hace años es una pieza destacada –y disecada– del Museo Diocesano de la ciudad: el Drac de na Coca (el dragón de la mujer de Coch). ¿Cómo llegó a Mallorca? En un barco que hacía la travesía de América o la de África y al fondear en la bahía, escapó y se instaló en las cloacas de la ciudad su reino particular. Como los caimanes albinos en las de Nueva York.

O sea que tal vez convendría hacer un poco de espiritismo por si el caballero Coch puede ayudar al hallazgo del peligroso bicho en aguas castellanas y así se impide alguna desgracia. Hace unos días aparecía en televisión un anciano de la zona que, cargado de sentido común, decía que ahora se comentaba que podía ser una nutria gigante y añadió: ‘pues no hay diferencia ni nada entre un bicho y otro’. Efectivamente y ocurre con la realidad según la miremos: lo que para unos es cocodrilo, para otros es nutria y así vamos.

Lo último que se argumenta es que al cocodrilo del Pisuerga le ha dado por hibernar y por eso no lo encuentran, ahí descansando en el limo, en plan Walt Disney que espera su momento de resurrección. Pero sea saurio o nutria, lo que ocurre con él no es más que fruto del desconfinamiento: el regreso de los humanos le ha provocado un susto de muerte y se esconde del jolgorio demográfico. Mientras hemos estado confinados las rapaces descendían hasta los tejados de las casas y desde allí contemplaban el paisaje. Los cuervos volaban a ras de tierra y los buitres casi lo mismo. Ciervos, cabras y jabalíes ocupaban carreteras. ¿Quién nos dice que el cocodrilo no llevaba años agazapado y en estos meses de encierro humano ha creído que volvía a encontrarse en la paz del Nilo y a nadar como Esther Williams y retozar luego entre los juncos? Lo que le debe de pasar al pobre es que vive sometido a un repentino estado de alarma y no sabe qué hacer fuera del mundo subacuático. El síndrome de la cabaña, lo llaman ahora.

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