¿Rey inviolable?
«Será muy difícil evitar que un juicio a Juan Carlos I no se convierta en un juicio mediático a la monarquía, después de lo ocurrido con el caso Nóos»
- Vuelven las pesquisas sobre los presuntos delitos de blanqueo y fraude fiscal del rey emérito Juan Carlos I, como consecuencia de su mediación para la adjudicación del AVE a La Meca a empresas españolas. Ante el lógico escándalo, algunas opiniones muestran su inclinación por procesarle en atención a la tesis de que debe diferenciarse entre las actividades públicas y privadas del monarca, pese a que el art. 56.3 CE declara “que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. Es una vieja tesis que tiene su origen, sobre todo, en diversos sectores del derecho penal que entendían que esta norma era incompatible con el principio de igualdad de los españoles ante la ley (art. 14 CE)
- En puridad, no hace falta recurrir a esta diferenciación: los posibles delitos se habrían mantenido después de la abdicación en 2014, momento en el que el rey emérito deja de ser inviolable y solo mantiene un fuero (ante el Tribunal Supremo) con evidentes signos de inconstitucionalidad. Por lo tanto, no habría objeción técnica a su procesamiento. En cualquier caso, me gustaría apuntar que las Cortes Constituyentes entendieron que la inviolabilidad del jefe del Estado era total, más allá de actos privados y públicos: el art. 56.3 CE no sufrió ninguna enmienda ni en el Congreso ni en el Senado en 1978, pese a que algunas voces externas (Enrique Gimbernat) clamaban ante la hipótesis de un “rey violador o asesino”.
- En el tema de la inviolabilidad, nuestra Norma Fundamental sigue el modelo danés, belga y holandés. Que yo sepa, solo el Instrument of Government de Suecia prevé explícitamente la posible responsabilidad del rey o reina por comportamientos privados. Ahora bien, ese reconocimiento va acompañado de una abdicación legal instada por el Gobierno y reconocida por el Parlamento por incumplimiento persistente de sus obligaciones. Tiene su lógica: un rey delincuente es un rey inhabilitado políticamente para cumplir sus tareas. Como señalaron los primeros y autorizados comentaristas de la institución (por ejemplo, Torres del Moral), el rey no ejemplar no pone en cuestión su reinado, sino la existencia de la Corona, por lo que su salida voluntaria de la jefatura del Estado parece la única solución razonable.
- Así las cosas, reinterpretar sobre la marcha la inviolabilidad total del monarca, reconocida por el Tribunal Supremo en el curso de algunas demandas civiles, supone cambiar las reglas a mitad de partido y mutar la Constitución. Esta mutación del art. 56.3 CE no solo serviría para dar amparo legal al procesamiento de don Juan Carlos, que como ya hemos dicho no requiere de ninguna ingeniería jurídica, sino que tendría un efecto evidente en la actual posición constitucional de Felipe VI. A partir de ese momento, todos sus actos no vinculados a la jefatura del Estado –al margen de los previstos en el art. 65 CE- quedarían al descubierto y a buen seguro que le lloverían las demandas para hacer cumplir el aforismo más famoso de nuestro tiempo: “todo lo privado es público”.
- Por ello, resulta especialmente grave lo suscitado en torno a las posibles comisiones del AVE a La Meca. La ejemplaridad es una de las funciones esenciales de la Corona que culmina la democracia constitucional. Será muy difícil evitar que un juicio a Juan Carlos I no se convierta en un juicio mediático a la monarquía, después de lo ocurrido con el caso Nóos. Desde este punto de vista, la inviolabilidad aquí analizada no creo que ampare el blindaje que el Tribunal Constitucional ha construido recientemente alrededor de la Corona, que prohíbe cualquier modalidad de revisión parlamentaria de las actividades públicas y privadas del monarca. En un Estado democrático, ningún órgano constitucional puede quedar al margen de la crítica política, por mucho que sus funciones estén vaciadas de contenido y sujetas al refrendo: lo contrario sería convertir al rey en una figura divina y a las Cortes en un guiñol institucional donde se impide hablar de ciertas cosas.