La edad del poder o el poder de la edad
«Hay algo deprimente y desagradable en este debate en torno a la edad del poder y a la necesidad que Biden y sus asesores parecen haber sentido de responder a las acusaciones que Trump suele deslizar respecto de su supuesto deterioro mental»
En las elecciones presidenciales de Estados Unidos del próximo mes de noviembre van a enfrentarse dos candidatos que superan los setenta años edad. El aspirante republicano a la reelección, Donald Trump, los ha cumplido en la Casa Blanca como presidente. El demócrata, por su parte, lo hizo en el mismo lugar pero como vicepresidente de Barack Obama entre 2008 y 2016 y está a dos años de cumplir las ocho décadas. Algunos han querido ver un signo de decadencia en este hecho, y han apuntado a analogías con la gerontocracia de los últimos tiempos de la URSS. Es en este contexto en el que se ha conocido un vídeo de campaña en el que aparecen Obama y Biden en forma y corriendo por distintas estancias y jardines de la Casa Blanca. A esas imágenes se van superponiendo otras en las que se ve a Donald Trump con problemas de movilidad al bajar una rampa o al llevarse un vaso de agua a la boca. Finalmente, aparece el logotipo de la candidatura de Biden y se lee: Biden puede correr y beber agua.
Bien mirado, no es nada extraño que en épocas en las que predominan el miedo o la incertidumbre, la edad y la experiencia sean un grado y coticen electoralmente, o eso se crea. Todo lo contrario a la profusión de líderes jóvenes –con excepciones– y de ideas refrescantes que aparecían en la década de los 90, la de «la trampa del optimismo», como explica el periodista Ramón González Férriz en su estupendo y reciente ensayo homónimo. Paradójicamente, fue John Fitzgerald Kennedy, el presidente más joven de la historia de su país cuando fue elegido, quien mejor expresó el vacío de la ancianidad y la pésima forma en que se integra en el curso de una realidad en la que lo nuevo, lo disruptivo, lo rápido y lo innovador conforman el horizonte aspiracional de varias generaciones. En su discurso de aceptación de la nominación del Partido Demócrata, pronunciado en Los Ángeles en julio de 1960, JFK enumeraba distintas transformaciones en campos diferentes, y afirmó: «Una revolución en la medicina prolonga la vida de nuestros ciudadanos ancianos sin proporcionarles, en cambio, la dignidad y la seguridad que merecen en los últimos años». Una circunstancia que el truculento episodio de las residencias de mayores durante la pandemia ha vuelto a recordarnos.
Hay algo deprimente y desagradable en este debate en torno a la edad del poder y a la necesidad que Biden y sus asesores parecen haber sentido de responder a las acusaciones que Trump suele deslizar respecto de su supuesto deterioro mental. El republicano suele hacer mofa de sus errores y despistes –como cuando presentó a su mujer diciendo que era su hija– y se dirige a él como «Sleepy Joe«. También Lionel Jospin, que solo tenía cinco años menos que Jacques Chirac, su rival a la Presidencia de Francia en 2002, durante la campaña deslizaba comentarios sobre su supuesta chochez. Es desalentador porque, aunque ocupen las posiciones de poder, lo hacen desde ese marco mental de exaltación de lo impoluto. Un estándar que finalmente produce frustración, en la medida en que genera expectativas infundadas sobre la vejez, y en general respecto a la vida.
Porque, con casi ochenta años, lo normal es no poder correr y tener dificultades de movilidad para muchas cosas. Lo que no significa que con esa edad no se pueda tener la calma, la madurez y la sabiduría precisa para ser un gran gobernante, o un empresario eficaz, o un buen escritor, o lo que sea que cada uno quiera seguir haciendo sin necesidad de sentir ni hacer sentir a nadie que se ha pasado la fecha de su obsolescencia programada. No hay que olvidar que Franklin Delano Roosevelt, un presidente providencial para salir de la crisis de 1929 y para ganar al nazismo la Segunda Guerra Mundial, iba en silla de ruedas.