De los Kinks a Van Morrison
«Ahora se argumenta que Lola es una canción queer –cosa que nunca fue entonces– y no me extrañaría que lo mismo ocurra pronto con Madame George: siento curiosidad por ver cómo reacciona el iracundo Van Morrison, tan celoso de lo suyo».
En el último Diario de Jünger –Pasados los setenta, tomo V– el escritor, ya nonagenario, comenta que los paleontólogos creen que la genealogía de los vertebrados llega más atrás de lo que se ha demostrado hasta ese momento. Y habla de unos fósiles “que tienen una especie de ramal en la espalda”, lo que –dice– destronaría al anfioxo que él había disecado en Leipzig años atrás. Y luego añade: “¿por qué me ponen de mal humor noticias así? Porque sacuden el sistema que yo he construido en mi interior”.
Ahora se cumplen cincuenta años de Lola, la canción de The Kinks. Compré el single cuando llegó a España: aún lo conservo. La funda es azul celeste y en la trama hay una fotografía de Ray Davis, su hermano Dave y sus amigos Avory y Quaife. Entonces los singles costaban sesenta pesetas, ni cuarenta céntimos de euro. Dos años antes, en 1968, el gran Van Morrison había editado Astral Weeks –su mejor LP, pienso–, disco que no conocí hasta 1976. Fue en casa de un amigo –Carlos Roig, que acabaría regalándomelo– y su canción Madame George sería la banda sonora de aquel verano extraordinario, como Lola lo había sido del final de la adolescencia, aunque luego se proyectara en el tiempo y ahí siga. Para nosotros Lola fue la chica de la voz oscura y Madame George, la mujer sola cuyos tacones retumban en la noche y son el eco de una vida gastada y ya no muy feliz. (Por cierto que Marianne Faithfull tiene una versión extraordinaria).
Cuando conocimos ambas canciones y otras tantas que nos gustaban, nos dedicamos a traducir sus letras. Ahí aprendimos que Lola no sólo tenía una voz que no era, exactamente, la de una chica, y que las maneras de Madame George eran las de un travestido. Que ninguna de las dos era lo que parecía en principio: ni la joven Lola, ni la cansada señora George. Pero nunca, ni una cosa, ni otra evitó o se superpuso a la alegría de establecer una nueva relación bajo los acordes de Lola –en la barra de los bares era muy importante la banda sonora del enamoramiento–, o que Madame George acompañara repetitivamente una de esas historias de amor que sólo suelen darse una vez en la vida. Era y es escuchar los primeros acordes de Lola y que un entusiasmo súbito aflore y durante los minutos que dura la canción uno esté dispuesto a comenzar la vida de nuevo. Aún hoy. Es escuchar Madame George y viajar en el tiempo y los afectos más atormentados y volver –con una sonrisa en los labios, eso sí– a salir malparado de ambos.
Pero en esta época que vivimos se descubre lo ya sabido como si fuera un gran hallazgo y se le coloca una etiqueta que nunca tuvo, para situarlo en un lugar que no le corresponde. El otro día leía que un escritor había publicado un libro donde corregía de cabo a rabo el suyo anterior. Se contaba como si fuera una cosa insólita, originalísima e inédita, cuando sin movernos del siglo XX tenemos al húngaro Peter Esterhazy –traducido en España– que hizo lo mismo al descubrir la colaboración de su padre –sobre cuya honestidad moral había escrito en una novela previa– con la policía política comunista. Y hay bastantes más: la reescritura sobre lo escrito es una maniera literaria: la literatura crea literatura. En la misma línea ahora se argumenta que Lola es una canción queer –cosa que nunca fue entonces– y no me extrañaría que lo mismo ocurra pronto con Madame George: siento curiosidad por ver cómo reacciona el iracundo Van Morrison, tan celoso de lo suyo.
Cuando se intenta cambiar con palabras el cómo fueron las cosas que hemos vivido, se corre el peligro de que le ocurra a uno lo que dice Jünger. “¿Por qué me ponen de malhumor noticias así? Porque sacuden el sistema que yo he construido en mi interior”. Sacudir sería en este caso una exageración, pero si lo estorban o enredan es porque son una apropiación de los símbolos de la historia común y de la historia personal, con el objeto de convertirlos en otra cosa distinta y tan excluyente como su contrario. A mí me gusta saber que dos de las canciones más importantes de nuestra educación sentimental las causaron y protagonizan personas diferentes en aquellos años, como diferentes éramos los que en la España de mediados de los 70 llevábamos el pelo muy largo y vivíamos entre la música y la literatura, por jóvenes que fuéramos. Lo que eran esas dos personas, trasuntos de Lola y Madame George, no influyó negativamente en nosotros y sí, en cambio, positivamente. Pero en ningún sitio existe el derecho a convertirlas en figuraciones o consignas que nunca estuvieron en la mente de sus creadores, ni en la de aquellos que las escuchamos entonces y seguimos haciéndolo ahora como parte importante de nuestra vida. Al paso que vamos, la manipulación del arte debería penarse. Y si no, que le pregunten a Ray Davies.