El relato
«Los relatos permean nuestra vida y pueden hacerla inhabitable, falsa, estereotipada»
«De un tiempo a esta parte he llegado a odiar los relatos», afirma la novelista Rachel Cusk en Despojos (Libros del Asteroide, 2020), un incisivo análisis sobre el fracaso matrimonial. Los relatos permean nuestra vida y pueden hacerla inhabitable, falsa, estereotipada. «El problema –insiste la novelista británica– reside normalmente en la relación entre relato y la verdad. El relato tiene que obedecer a la verdad para representarla, lo mismo que la ropa representa el cuerpo. Cuanto mejor sea al corte, más agradable será el resultado. Desnuda, la verdad puede ser vulnerable, desgarbada, horrorosa. Demasiado arreglada se convierte en una mentira». Entre esos dos polos se mueve también la política española, reducida a una inquietante ficción cada vez más autónoma, es decir, más desarraigada de los valores comunes que sustentan una democracia y un país. Se diría que hay mitos y relatos fértiles que nos hacen capaces de más y otros que actúan como lastres de plomo o como dinamita destinada a abrir fosos donde antes había pasadizos de comunicación, sendas fructíferas de encuentro. Y esa distinción entre unos y otros relatos pasa necesariamente por reconocer que la verdad cuenta, que la verdad define y que nunca puede ser apartada completamente por muy frágil o molesta que resulte.
Los griegos distinguían entre experiencia y ciencia a la hora de hablar de política, no porque contrapusiesen la una a la otra, sino porque creían que ambas eran ramas de un mismo árbol y, por tanto, imprescindibles las dos. En cierto modo, lo mismo debería hacerse en la política actual: la necesidad de un mito fundacional no excluye el humus de la verdad. Es paradójico que la época dorada de la politología haya desembocado en la pseudoficción. También causa pasmo, por ejemplo, que un gobierno como el actual cambie continuamente la metodología en el cálculo de las víctimas, manipule las pruebas y los resultados, y termine jugando a la confusión interesada con los números de la COVID-19. Si uno odia el relato, no es porque la realidad no nos guste, sino porque de repente comprobamos que a quien cuenta la historia no le conviene desvelarla. Cuando esta perversión empieza a ocupar todo el espacio público, la consecuencia no es ya el deterioro institucional ni la lenta instauración de un marco de incentivos profundamente corrosivo, sino la deshumanización de la sociedad, el reflejo desvaído –frente al espejo de nuestras vergüenzas– de una personalidad falsa.
Cusk sabe que su arte es precisamente el de la mentira, porque la literatura –como la pintura– aspira a decir la verdad con las herramientas de la ficción. Constituye una labor noble que ayuda a sanar el alma de los pueblos. Václav Havel, un héroe de nuestro tiempo, insistió una y otra vez en la urgencia de recuperar la dignidad perdida de las palabras. Hagámoslo antes de que sea tarde. Si queremos recuperar algún relato creíble y fructífero, nada resulta más perentorio que constatar lo evidente: la ira nos conduce al desastre y la mentira a la desmoralización. Edifiquemos el futuro con otros materiales.