La segunda muerte de Olof Palme
«El primer funeral de Olof Palme, tan de actualidad estos días, aconteció en 1986, un 15 de marzo; al segundo, el de su modelo, asistimos hoy»
Si bien se mira, lo en verdad disonante de la política en España no es que un partido de juvenil vocación iconoclasta como Podemos haya llegado a ocupar algunos asientos en el Consejo de Ministros, sino que sus socios de coalición, los anodinos socialdemócratas ortodoxos y convencionales del PSOE, lograran ganar las elecciones. Porque lo genuinamente raro hoy es que la socialdemocracia, aquel venerable paraguas ideológico bajo el que se solía cobijar por norma en torno al 40% del electorado en la práctica totalidad de los países europeos desde el final de la Segunda Guerra Mundial, triunfe ahora en alguna parte. Casi lo hemos olvidado, pero la socialdemocracia fue no solo dominante sino hegemónica, definitivamente hegemónica, durante más de medio siglo a lo largo y ancho del hemisferio occidental del continente. Y allí donde su dominio no resultaba aplastante, en países como Italia, Francia o en su día Portugal, fue solo porque se veía obligada a compartir espacio electoral con muy potentes partidos comunistas locales. ¿Qué queda ahora mismo en pie de aquel enorme poder político, ideológico y cultural? Prácticamente nada. Queda Pedro Sánchez en España, António Costa en Portugal, y Dinamarca, otro país de bolsillo. Con grandes dosis de generosidad conceptual, acaso se podría incluir también a esa amorfa nada italiana que responde por Partido Democrático. Es todo. Ahí se acaba la historia. Y se acaba en sentido definitivo, literal, absoluto. Así, en Irlanda, en Polonia o en Francia, ¡en Francia!, los partidos socialistas domésticos no es que anden en la decadencia, es que han desaparecido; simplemente, no existen.
Apocalipsis silente, el de esa vieja dama sonrosada que escribió de su puño y letra el libreto con las señas de identidad de la Europa contemporánea, que obedece al efecto conjunto y demoledor de cuatro fuerzas profundas e impersonales, demasiado profundas y demasiado impersonales como para conceder que haya algo parecido a la esperanza en el futuro de la socialdemocracia, al menos tal como históricamente la habíamos conocido hasta ahora. Branko Milanovic, uno de esos raros economistas de élite que no tiene mentalidad de contable, alguien que siempre piensa con las luces largas encendidas, las enunció en su momento. Los enterradores oficiales de la socialdemocracia serían, y no necesariamente por este orden, la demografía decadente de Europa, el ocaso del taylorismo propio de la vieja era industrial, el fracaso reiterado del multiculturalismo y, cómo no, la globalización. La última, también la más manida, ya ha demolido en la práctica dos de las grandes premisas sobre las que se asentaba el consenso socialdemócrata. Por un lado, la del capital, facilitando cada vez más que el dinero huya de la fiscalidad progresiva a través de unas fronteras de los Estados-nación que, más que en porosas, tienden a devenir virtuales. Por otro lado, la del trabajo, propiciando hasta extremos inimaginable hace apenas dos décadas las nuevas corrientes migratorias que, más pronto que tarde, terminan estrenando el funcionamiento y la sostenibilidad financiera misma de los servicios públicos asociados a la columna vertebral del Estado del bienestar.
La variante democrática y respetable del socialismo triunfó mientras estuvo en condiciones de garantizar el cumplimiento de un contrato social que ofrecía empleos bien pagados para la mayoría. Empleos decentes que, cuando el mercado dejaba de proveer, aquella socialdemocracia se encargaba de crear ella misma a través de la inversión estatal en grandes infraestructuras públicas. Pero eso solo era factible en el mundo de ayer, cuando la oferta global de mano de obra todavía no había saltado, y de golpe, de mil a tres mil millones de personas. Y luego está la debilidad ya crónica de los sindicatos, una acusada pérdida de influencia que, mucho más que a la hostilidad política contra ellos fruto de la irrupción en escena del neoliberalismo, obedece, sobre todo, a la desaparición de las grandes concentraciones fabriles que agrupaban en un mismo espacio físico a multitudes de trabajadores. El mundo de la cadena de montaje ya tampoco existe, y si existe solo está habitado por robots. La atomización de los empleos ha atomizado la capacidad de negociación sindical. Añádase el envejecimiento ubicuo de la población, algo que aboca a un callejón sin salida a los sistemas públicos de pensiones, otro de los baluartes clásicos de la socialdemocracia, en extensas regiones, sobre todo las del sur de Europa, ahora excluidas de los modelos productivos de alta productividad, los asociados al sector industria allí desmantelado. Y por último, aunque quizá el factor más importante, está la fractura interna entre el que había sido su electorado clásico, cada vez más escindido entre unos foráneos nacionalmente alienados y unos autóctonos que tienden a priorizar la identificación con su grupo cultural de origen frente a las antiguas lealtades de clase. He ahí sin ir más lejos, el retrato sociológico de la clientela de Le Pen o de la Liga en Italia. El primer funeral de Olof Palme, tan de actualidad estos días, aconteció en 1986, un 15 de marzo; al segundo, el de su modelo, asistimos hoy.