THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

Vacunados de espanto

«¿Y si en vez de esperar a ver si la vacuna funciona una vez que “casualmente” el individuo se ha contagiado, le inoculamos directamente el virus? El tiempo de “espera” se reduce, también el número de “cobayas humanas” necesarias, pero entonces sí que “menos es algo” (no estar infectado)»

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Vacunados de espanto

EFE

Todo el mundo habla de ello pero pocos lo dicen abiertamente y para el gran público (una expresión más de nuestra infantilización): si hay una vacuna contra el COVID-19[contexto id=»460724″] muy pronto, en tiempo récord, es porque se habrá acelerado la fase 3 del ensayo clínico en la que se contrasta la evolución clínica de aquellos a quienes se suministró la vacuna experimental, y aquellos a quienes se suministró un placebo (un grupo que actúa como control de la eficacia y seguridad del producto experimentado). Cuando operamos así exponemos a los individuos a un riesgo “fortuito” (“natural” si quieren), cual es la infección. Pero, como diríamos en castizo, “menos da una piedra”. Y es que lo peor que puede pasar es que lo que hayamos inoculado sea en sí mismo muy perjudicial para el sujeto (y además ineficaz). Para eso están las fases previas del ensayo en las que se comprueba la seguridad (fases en las que, por cierto, también hay necesariamente algún humano que hace de cobaya).

Pero tenemos prisa, mucha: ¿y si en vez de esperar a ver si la vacuna funciona una vez que “casualmente” el individuo se ha contagiado, le inoculamos directamente el virus? El tiempo de “espera” se reduce, también el número de “cobayas humanas” necesarias, pero entonces sí que “menos es algo” (no estar infectado). Se trata de lo que en la literatura científica anglosajona se conoce como “challenge studies”, una estrategia que no es enteramente novedosa pero que suscita recelos. Algunos partidarios de que acometamos este tipo de ensayos tratan de aminorar los daños proponiendo que los voluntarios sean jóvenes con escasas probabilidades de sufrir los peores efectos del contagio; otros, en cambio, se inclinan por lo contrario: reclutar población muy mayor que quisiera sacrificarse pues ya se halla en “período de descuento”. ¿Se anima amigo lector?

Sobre estos “challenge studies” se proyectan ominosas sombras del pasado. Tienen además denominaciones geográficas: Tuskegee, Guatemala, África. También el nombre de dos enfermedades infecciosas legendarias que motivaron esos experimentos y ensayos que tejen la historia de la infamia humana: sífilis y SIDA. Probablemente conozcan la genealogía de esos “estudios”. Durante los años que transcurrieron de 1946 a 1948 del siglo pasado el servicio público de salud de los Estados Unidos llevó a cabo un estudio de la sífilis en Guatemala para lo cual, mediante el pago a prostitutas que la padecían, infectó a cientos de presos y enfermos psiquiátricos guatemaltecos (entre ellos adolescentes de 13 años). Eventualmente también fueron infectados por medios más “directos”. Uno de los médicos que participó de manera muy relevante en ese experimento, el Dr. John Cutler, estuvo también involucrado en el estudio observacional de los africano-americanos de la localidad de Tuskegee (Alabama) enfermos de sífilis a quienes durante 40 años se hizo creer que estaban siendo tratados cuando, en realidad, solo eran monitorizados en el desarrollo de su padecimiento. Todo ello lo sabemos gracias a la impresionante investigación llevada a cabo por la historiadora estadounidense Susan M. Reverby.

Muchos años después, entrados ya en la década de los 90 del pasado siglo, bajo el patrocinio del National Institutes of Health (NIH), el Center for Disease Control and Prevention (CDC) de los Estados Unidos y el United Nations AIDS Program, se trató de probar la eficacia de un régimen menos intenso de la ya entonces demostrada como efectiva AZT (Zidovudina) para la prevención de la transmisión perinatal del VIH. Existiendo ese tratamiento, ¿para qué tratar de demostrar que otro también lo era? ¿Y por qué comprobarlo, además, como así se hizo, frente a placebo? La respuesta era, y es, devastadora: la Zidovudina era inasumible económicamente en África (no sólo por el coste directo sino también porque exigía que las madres sustituyeran la lactancia materna por biberones, cosa inviable en millones de hogares africanos donde ni siquiera se dispone de agua corriente). El diseño del ensayo, auspiciado por la ONU, tuvo lugar en clara contravención de la entonces vigente Declaración de Helsinki. Un estudio que habría sido sencillamente imposible en el “primer mundo” donde, existiendo una medicación de probada eficacia, a nadie se le habría podido reclutar para testar una sustancia y comprobar, controlando lo que ocurre con enfermos a quienes meramente se da un placebo, si aquello tiene algún efecto terapéutico. A los defensores del ensayo, y a no pocas mujeres africanas portadoras del VIH, en cambio, no les faltaba nuestro ya familiar argumento: “menos da una piedra”.

En un documento fechado el 6 de mayo de este año la OMS ha delineado algunas exigencias éticas que deben observar los estudios que impliquen la infección deliberada. Muchas de ellas son de Perogrullo (la justificación científica, la adecuada evaluación de riesgos que haga que los beneficios esperados superen los riesgos, la consulta previa con expertos, etc.) pero otros son susceptibles de ser igualmente “challenged”: los participantes deben tener entre 18 y 30 años y su más alta probabilidad de infección les debe conceder prioridad pues tienen mayor potencial de beneficio. La excepción a esta regla es que su mayor susceptibilidad derive de condiciones sociales previas “injustas” pues en ese caso se les estaría explotando, nos estaríamos aprovechando de quienes ya han sido injustamente tratados. Pero es perfectamente posible que el propio individuo agraviado conciba su posibilidad de reclutamiento prioritario a la inversa: como una forma de “compensarle”. Descartar a radice esa posibilidad parece un ejercicio de paternalismo excesivo.

Es una lástima añadida que en el seno de la OMS no se haya aprovechado la fabulosa repercusión de esta crisis y los desafíos morales de los “challenge studies” para plantear otras posibilidades que, a los efectos del reclutamiento de voluntarios, llevan años debatiéndose en los círculos de la reflexión bioética. Ahí va un ramillete para rumiar: ¿deberían los sujetos del experimento recibir una compensación económica más allá de los “gastos y molestias”? Si nos repele el tanto alzado: ¿qué tal exenciones fiscales o cobertura sanitaria si no se dispusiera de ella o residencia o nacionalización o reconocimiento público en forma de premios simbólicos? Y si en una pandemia como esta nos jugamos tantas vidas y urge tanto la vacuna: ¿cómo es que no hacemos una suerte de leva por sorteo entre la población joven?

Lo primero quizá les parecerá una forma de espuria “comercialización”; lo segundo una colosal afrenta a una buena panoplia de derechos básicos (salud, integridad física, autonomía). El problema que muchas veces enfrentamos es que entre la Escila del consentimiento inmaculado y la Caribdis de la soberanía absoluta sobre nuestro cuerpo, no encontramos muchos dispuestos a lanzarse a cruzar el canal del altruismo.

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