Los sueños truncados de la modernización
«En todo caso, del sueño de la modernización queda ahora sólo un mito exhausto, presa de sus contradicciones. ¿Será capaz de resucitar?»
Nos recuerda Ramón González Férriz, en su reciente ensayo La trampa del optimismo (Debate, 2020), que la única teoría política consistente de los noventa respondía al nombre de “modernización”. Era una modernidad híbrida, sin aristas especialmente punzantes y de formas más bien livianas. Ser moderno consistía en defender la globalización y el multiculturalismo, el capitalismo de masas y la protección social, una moral sexual relajada y los valores familiares. Reagan, Thatcher y Juan Pablo II empezaban a estar démodés a medida que se iba imponiendo la tercera vía propagada por la socialdemocracia anglosajona: Clinton y Blair. Lo crucial de la idea de modernización era su negativa a reconocer la carga gravitacional de la historia. Se creía, quizás ingenuamente, que la vacuna de la prosperidad inmunizaría a las sociedades democráticas del peligro de sus propios demonios. El optimismo cultural –consecuencia de la derrota del comunismo y de los efectos balsámicos de una economía en expansión– condenaba a la sinrazón del anacronismo cualquier atisbo de crítica. La modernización actuaba con la consistencia de una religión aglutinante, inmune –en aquellos años– a la amenaza de las herejías ideológicas. Los matices contaban, por supuesto, pero ofrecían un aire de familia.
Dos o tres décadas más tarde, resulta interesante comprobar qué permanece en pie de aquella teoría. O, mejor quizá, preguntarse cuáles han sido sus frutos. En el caso de la Europa que surgió del diseño de Maastricht, los frutos han sido amargos: una creciente decadencia en lo económico, lo científico y lo institucional; el Reino Unido fuera, la tentación autoritaria en países como Hungría y la profunda zozobra que sacude a las naciones del sur. El caso español es aún más sangrante, sin proyecto de fondo ni mitos comunes, con una deuda galopante y su tejido industrial desmantelado, con una demografía envejecida y el debate público en cotas ínfimas. ¿Era esto la modernización? Sí y no. Lo era porque no supimos intuir sus defectos de diseño –mucho más graves de lo que el optimismo reinante invitaba a pensar– y no lo era porque los problemas de gestión –y la carga tóxica de determinadas mutaciones ideológicas– no han aquejado por igual a todos los países. No, al menos, en apariencia. No en los resultados. Nadie, por ejemplo, nos forzó a endeudarnos muy por encima de nuestras posibilidades o a promover estériles guerras culturales.
En todo caso, del sueño de la modernización queda ahora sólo un mito exhausto, presa de sus contradicciones. ¿Será capaz de resucitar? Asia se propone seguir su propio camino, lejos de las inquietudes de Occidente. África e Hispanoamérica basculan hacia el norte o hacia China, según sus intereses. Las revueltas de Estados Unidos auguran la reapertura de viejos problemas no resueltos. La UE sigue adormecida bajo el pesado tictac de la burocracia, camino a la irrelevancia. Si debemos conocerlos por sus frutos, el retorno de las ideologías nos habla de los límites de la modernización. No pasa nada. Pero hay que tenerlo en cuenta.