Volver de Italia
«Los italianos adoran España porque creen que es un país que funciona; yo adoro Italia porque, sean cuales sean sus vicios, la propensión al fanatismo no es uno de ellos»
Preguntado en su vejez por un último deseo, el escritor Josep Pla lo tuvo claro: tener veinte años y hacer el primer viaje a Italia. La divina improvidencia me ha concedido una prerrogativa mayor: la de vivir en el país un lustro entero, el último lustro de mi juventud. La inmersión ha sido inolvidable. Mi hijo pequeño nació aquí y la mayor me habla en italiano; supongo que poco a poco se cambiará al español y al catalán de sus padres, pero no me propongo acelerar ese proceso: ¿Hay algo más encantador que ser «papino»?
En la tierra donde florece el limonero he aprendido cosas. A comenzar por lo obvio, que Italia es el país más bello del mundo. Ello no se debe tan solo a ser el lugar donde, en siglos prodigiosos, la humanidad más honda y locamente ha idolatrado la belleza. Con papas, duques y emperadores, con músicos, arquitectos y artistas, colabora también el territorio: un campo plurisecular, que se encrespa en el eje de la península para alomarse con dulzura hacia el Tirreno, por el oeste, y el Adriático, por el este, verdeando el paisaje de colinas coronadas de pueblos puntillistas. Para Sicilia no intentaré siquiera buscar las palabras.
Políticamente, siempre había pensando en Italia como en ese «viejo país ineficiente» del poema de Jaime Gil de Biedma, un lugar donde una vida feliz se compra al precio de nimias incomodidades. La experiencia no lo desmiente. No lo sabía al llegar, pero ahora sé que Italia es un país de natural conservador, mucho más que España; un nación de obstinada fidelidad a costumbres que se consideran inmejorables, y puede que con razón. Las cosas son –es una observación habitual entre españoles– como eran en España hace treinta años; una vetustez que se aprecia sobre todo en los detalles. La afición a broncearse en dilatados veranos pontificios. La resistencia numantina al datáfono. Las largas pausas para publicidad en las películas que echan por la tele. He llegado a apreciar este instintivo tradicionalismo: si bien algunos adelantos técnicos llegan a remolque, también tardan en aparecer deletéreas modas ideológicas. Ejemplo: en un país donde no faltan referencias urbanas a Cristóbal Colón, no se ha sabido de ninguna estatua apalizada.
Cuando se es español en Italia, por lo demás, se pasa uno el día jugando a las diferencias. ¿Qué es igual, qué es distinto? Tomados de uno en uno, no me parece que españoles e italianos sean distinguibles, lo que explica tantas amistades espontáneas. Las diferencias brotan por agregación. Los italianos, ahora lo sé, son más informales que los españoles –se puede afirmar sin miedo que la palabra pícaro se equivocó de patria–, lo que no impide que también sean más protocolarios y barrocos en sus formas (en Italia la distancia más corta entre dos puntos, dice el gran Ennio Flaiano, es un arabesco). A cambio, la densidad cultural en Italia es muy superior a la española: se lee más, se escribe mejor y la conversación pública alcanza un cota media más elevada. Los italianos adoran España porque creen que es un país que funciona; yo adoro Italia porque, sean cuales sean sus vicios, la propensión al fanatismo no es uno de ellos. Los italianos no lo saben –incluso los más nacionalistas lo ignoran– pero Italia es un gran país. Cuando la vejez me resienta con la vida ya conozco el remedio: pedir cita para un postrer Italianreise.