¿Cruzará Feijóo el Rubicón?
«Galicia es la región que ha experimentado un mayor crecimiento económico en términos de PIB per cápita durante lo que llevamos del siglo XXI»
A mí, lo confieso, me cae bien Feijóo. Ocurre que yo no soporto a los graciosos profesionales ni a los chistosos a jornada completa, menos aún a los impostados. Y Feijóo no es simpático ni tampoco gracioso. Al contrario, Feijóo resulta un tipo distante y frío, lo bastante como para que a su interlocutor ocasional no se le pase por la cabeza incurrir en la licencia tan contemporánea del tuteo. A Feijóo, como en su siglo a Fraga, los periodistas siempre le hablan de usted porque todo en él transmite un cierto aire como de otra época, el propio de aquellos probos funcionarios del poder que no tenían asesores de comunicación ni gurús de coaching, pero que, en cambio, poseían algo ahora ya muy olvidado, también en la política: personalidad. A Feijóo se le toma en serio porque él se toma en serio. Por lo demás, Feijóo se significa por otra característica crónica, a saber: gana siempre. Porque Feijóo, como el PNV, gana siempre. Y eso, sobre todo tratándose de un representante del primer partido de la derecha española, no deja de constituir una extravagancia más que notable en los tiempos que corren.
Como Urkullu, el otro triunfador rutinario del verano, Feijóo tiene muy poco, si es que algo tiene, de doctrinario. Lo suyo no es la batalla del ruido, eso que algunos estrábicos llaman ideas, sino una muy escéptica y realista concepción conservadora de la política, la que se limita a entenderla como el arte de obrar modestos alivios provisionales a los males de la existencia. Apenas eso. A diferencia de la bisoña, telegénica y juvenil infantería que ahora dispara contra todo lo que se mueva desde un edificio de oficinas de la calle Génova de Madrid, Feijóo es un conservador clásico que parafrasea con su modo cotidiano de proceder en la vida pública aquel aforismo célebre de Oakeshott, el de que la política no es nada más que una fea piedra tallada en la arena de las circunstancias. De ahí que la derecha necesaria, la que procura por norma mantener siempre la cabeza por encima de los hombros y las utopías guardadas bajo siete llaves en el laboratorio de los experimentos con gaseosa, prefiera lo efectivo a lo posible, lo razonable a lo perfecto, lo suficiente a lo excesivo. Los cambios lentos y seguros, en fin, a las tábulas rasas mesiánicas y redentoras. Vivimos en los tiempos de la modernidad líquida, o sea los de la tontería sólida, una era de regresión colectiva a la infancia en la que los grandes procesos políticos se pretenden explicar por el efecto demiúrgico de la última frasecita genial ideada por el spin doctor de moda, por el tuit no menos genial y ocurrente dictado por el gabinete de comunicación de turno al candidato-teleñeco seleccionado en un casting o, en fin, por la escenografía teatral efectista ingeniada por el Miguel Ángel Rodríguez o el Iván Redondo de guardia. Así hemos llegado a creer que la política solo es humo. Pero no es verdad.
Detrás de Feijóo, como detrás de Urkullu, no solo hay humo marketiniano. Galicia fue, junto con Extremadura, la región más pobre de España durante gran parte de la centuria pasada. Hoy, ha superado ya en renta per cápita a la Comunidad Valenciana, a Canarias y a Asturias. Cualquiera que se entretenga en ojear los datos desagregados de la contabilidad regional de España, esos que publica el INE, puede acusar recibo de que Galicia es la región que ha experimentado un mayor crecimiento económico en términos de PIB per cápita durante lo que llevamos del siglo XXI. Así, casi ha duplicado su renta por habitante desde el año 2000 hasta hoy. Algo que se parece bastante a una historia de éxito colectivo. Un éxito al que no resulta en absoluto ajeno el hecho de que, al igual de lo que también ocurre con mayor o menor intensidad en el conjunto de los territorios que integran la Cornisa Cantábrica, Galicia siga contando con un sector industrial en su economía que representa un peso superior al de la media española, tanto en términos de porcentaje del PIB como del empleo total. Mientras el Mediterráneo se vuelca en abrir bares y hoteles, Galicia se aferra a las viejas cadenas de montaje. De la notoria prosperidad económica del País Vasco, en fin, no hace falta hablar. No, no todo es humo tras la apisonadora electoral de Feijóo. Ni mucho menos. ¿Cruzará el Rubicón?