THE OBJECTIVE
David Mejía

Potsdam

«La violencia ha prestado un impagable servicio al nacionalismo»

Opinión
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Potsdam

Hace exactamente setenta y cinco años se celebraba en Potsdam la conferencia que decidiría el futuro posbélico de Alemania. Uno de los puntos del acuerdo hacía referencia a la necesidad de desnazificar una sociedad moralmente enferma: la iniciativa aspiraba a depurar la cultura, la prensa y las instituciones alemanas, liberándolas de todo vestigio ideológico y simbólico de nazismo. La tarea no era sencilla: Tony Judt recuerda en Postguerra que en el periodo 1945–1949 una mayoría de alemanes consideraba el nacionalsocialismo como un buen proyecto mal aplicado. En 1952, el 25% aún tenía una buena opinión de Hitler. Estas cifras demuestran que no basta con derrotar al tirano: un cambio de mentalidad social requiere una acción coordinada en el tiempo; es decir: valentía, presupuesto y voluntad. 

El pasado 12 de julio votaron a Bildu 248.688 personas. La normalidad con que se asumen los resultados responde a lo que el historiador Gaizka Fernández Soldevilla ha llamado «el boom de la narrativa del ‘conflicto vasco’», refiriéndose a la adopción de los postulados del nacionalismo por colectivos ajenos a él, probablemente por su naturaleza anti-Estado o antisistema. Esta narrativa se sostiene sobre ejes conocidos: el supuesto antifranquismo de ETA, el relato romántico del gudari y la tendencia de toda sociedad a escurrir cualquier asomo de culpa colectiva. Sí, el Estado derrotó al terrorismo, pero se desentendió de desnazificar una sociedad sumergida en el lodo nacionalista y con el estribillo del «conflicto» bien aprendido; sin ese marco, los crímenes no estarían legitimados y los gudaris pasarían a ser vulgares asesinos. Ciertamente, sorprende que en una época hipersensibilizada respecto a determinadas conductas, donde uno puede ser socialmente «cancelado» por una desafortunada foto de juventud, haya a quien le resulte innocuo su pasado criminal.

Queda por mencionar una dolorosa verdad que suele ocultarse tras un mantra repetido por constitucionalismo ingenuo: «La violencia no sirvió para nada». Falso. La violencia ha prestado un impagable servicio al nacionalismo. Es cierto, ya no matan: a los que tenían que matar ya los han matado. A los que tenían que expulsar ya los han expulsado. Y quienes se quedaron han asumido que no sale rentable contrariar al nacionalismo en su tarea incansable de construir un ethos que pronto pueda constituirse en un demos. 

El 10 de febrero de 2003, tres días después del asesinato de Joseba Pagaza, el PNV se negó a apartar a Batasuna de la alcaldía de Andoain. Se lo recuerdo a quienes olvidan que ciertas simpatías tienen poco que ver con el fin de la violencia. Ha querido el destino que las elecciones al parlamento vasco y sus corolarios coincidieran no sólo con el aniversario de la conferencia de Potsdam, también con el del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco. Se cumplen veintitrés años de un crimen que, pensamos, retrataría, de una vez por todas, la naturaleza de la banda y sus peones políticos, que abriría un proceso de deslegitimación irreversible de la violencia. Que inauguraría, en definitiva, nuestra humilde Potsdam. Cuánto nos equivocamos.

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